EN EL 147 ANIVERSARIO DE LA COMUNA DE PARÍS

Con motivo de un nuevo aniversario de la Comuna de Paris, reproducimos los Capítulos III y IV del trabajo de Carlos Marx, La Guerra Civil en Francia, que invitamos a nuestros lectores a estudiar completo en estos días. Por un lado, para conocer la iniciativa histórica de los obreros parisinos que sentaron las bases del nuevo tipo de Estado necesario para la abolición de la esclavitud asalariada y, por otro, como parte de la celebración del bicentenario del nacimiento del hombre más influyente en la historia universal; el gigante que vivirá a través de los siglos, y cuya obra sigue constituyendo la fuente imperecedera de la lucha de la clase obrera por su emancipación.

 “En vez de decidir una vez cada tres o seis años qué miembros de la clase dominante han de representar y aplastar al pueblo en el parlamento, el sufragio universal habría de servir al pueblo organizado en comunas, como el sufragio individual sirve a los patronos que buscan obreros y administradores para sus negocios.”
Marx
LA GUERRA CIVIL EN FRANCIA
(Fragmentos)
III

Al alborear el 18 de marzo de 1871, París se despertó entre un clamor de gritos de “Vive la Commune!” ¿Qué es la Comuna, esa esfinge que tanto atormenta los espíritus burgueses?
“Los proletarios de París —decía el Comité Central en su manifiesto del 18 de marzo—, en medio de los fracasos y las traiciones de las clases dominantes, se han dado cuenta de que ha llegado la hora de salvar la situación tomando en sus manos la dirección de los asuntos públicos... Han comprendido que es su deber imperioso y su derecho indiscutible hacerse dueños de sus propios destinos, tomando el poder”.
Pero la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal y como está y servirse de ella para sus propios fines.
El poder estatal centralizado, con sus órganos omnipotentes: el ejército permanente, la policía, la burocracia, el clero y la magistratura —órganos creados con arreglo a un plan de división sistemática y jerárquica del trabajo—, procede de los tiempos de la monarquía absoluta y sirvió a la naciente sociedad burguesa como un arma poderosa en sus luchas contra el feudalismo. Sin embargo, su desarrollo se veía entorpecido por toda la basura medieval: derechos señoriales, privilegios locales, monopolios municipales y gremiales, códigos provinciales. La escoba gigantesca de la revolución francesa del siglo XVIII barrió todas estas reliquias de tiempos pasados, limpiando así, al mismo tiempo, el suelo de la sociedad de los últimos obstáculos que se alzaban ante la superestructura del edificio del Estado moderno, erigido bajo el Primer Imperio, que, a su vez, era el fruto de las guerras de coalición de la vieja Europa semifeudal contra la moderna Francia. Durante los regímenes siguientes, el gobierno, colocado bajo el control del parlamento —es decir, bajo el control directo de las clases poseedoras—, no sólo se convirtió en un vivero de enormes deudas nacionales y de impuestos agobiadores, sino que, con la seducción irresistible de sus cargos, momios y empleos, acabó siendo la manzana de la discordia entre las fracciones rivales y los aventureros de las clases dominantes; por otra parte, su carácter político cambiaba simultáneamente con los cambios económicos operados en la sociedad. Al paso que los progresos de la moderna industria desarrollaban, ensanchaban y profundizaban el antagonismo de clase entre el capital y el trabajo, el poder del Estado fue adquiriendo cada vez más el carácter de poder nacional del capital sobre el trabajo, de fuerza pública organizada para la esclavización social, de máquina del despotismo de clase. Después de cada revolución, que marca un paso adelante en la lucha de clases, se acusa con rasgos cada vez más destacados el carácter puramente represivo del poder del Estado. La revolución de 1830, al traducirse en el paso del gobierno de manos de los terratenientes a manos de los capitalistas, lo que hizo fue transferirlo de los enemigos más remotos a los enemigos más directos de la clase obrera. Los republicanos burgueses, que se adueñaron del poder del Estado en nombre de la revolución de febrero, lo usaron para las matanzas de junio, para probar a la clase obrera que la república “social” es la república que asegura su sumisión social y para convencer a la masa monárquica de los burgueses y terratenientes de que pueden dejar sin peligro los cuidados y los gajes del gobierno a los “republicanos” burgueses. Sin embargo, después de su primera y heroica hazaña de junio, los republicanos burgueses tuvieron que pasar de la cabeza a la cola del partido del orden, coalición formada por todas las fracciones y facciones rivales de la clase apropiadora, en su antagonismo, ahora franco y manifiesto, contra las clases productoras. La forma más adecuada para este gobierno conjunto era la república parlamentaria, con Luis Bonaparte por presidente. Fue éste un régimen de franco terrorismo de clase y de insulto deliberado contra la vile multitude[*]. Si la república parlamentaria, como decía el señor Thiers, era “la que menos les dividía” (a las diversas fracciones de la clase dominante), en cambio abría un abismo entre esta clase y el conjunto de la sociedad situado fuera de sus escasas filas. Su unión venía a eliminar las restricciones que sus discordias imponían al poder del Estado bajo regímenes anteriores, y, ante la amenaza de un alzamiento del proletariado, se sirvieron del poder del Estado, sin piedad y con ostentación, como de una máquina nacional de guerra del capital contra el trabajo. Pero esta cruzada ininterrumpida contra las masas productoras les obligaba, no sólo a revestir al poder ejecutivo de facultades de represión cada vez mayores, sino, al mismo tiempo, a despojar a su propio baluarte parlamentario —la Asamblea Nacional—, uno por uno, de todos sus medios de defensa contra el poder ejecutivo. Hasta que éste, en la persona de Luis Bonaparte, les dio un puntapié. El fruto natural de la república del partido del orden fue el Segundo Imperio.

El Imperio, con el golpe de Estado por fe de bautismo, el sufragio universal por sanción y la espada por cetro, declaraba apoyarse en los campesinos, amplia masa de productores no envuelta directamente en la lucha entre el capital y el trabajo. Decía que salvaba a la clase obrera destruyendo el parlamentarismo y, con él, la descarada sumisión del Gobierno a las clases poseedoras. Decía que salvaba a las clases poseedoras manteniendo en pie su supremacía económica sobre la clase obrera; y finalmente, pretendía unir a todas las clases, al resucitar para todos la quimera de la gloria nacional. En realidad, era la única forma de gobierno posible, en un momento en que la burguesía había perdido ya la facultad de gobernar el país y la clase obrera no la había adquirido aún. El Imperio fue aclamado de un extremo a otro del mundo como el salvador de la sociedad. Bajo su égida, la sociedad burguesa, libre de preocupaciones políticas, alcanzó un desarrollo que ni ella misma esperaba. Su industria y su comercio cobraron proporciones gigantescas; la especulación financiera celebró orgías cosmopolitas; la miseria de las masas se destacaba sobre la ostentación desvergonzada de un lujo suntuoso, falso y envilecido. El poder del Estado, que aparentemente flotaba por encima de la sociedad, era, en realidad, el mayor escándalo de ella y el auténtico vivero de todas sus corrupciones. Su podredumbre y la podredumbre de la sociedad a la que había sacado a flote, fueron puestas al desnudo por la bayoneta de Prusia, que ardía a su vez en deseos de trasladar la sede suprema de este régimen de París a Berlín. El imperialismo es la forma más prostituida y al mismo tiempo la forma última de aquel poder estatal que la sociedad burguesa naciente había comenzado a crear como medio para emanciparse del feudalismo y que la sociedad burguesa adulta acabó transformando en un medio para la esclavización del trabajo por el capital.
La antítesis directa del Imperio era la Comuna. El grito de “república social”, con que la revolución de febrero fue anunciada por el proletariado de París, no expresaba más que el vago anhelo de una república que no acabase sólo con la forma monárquica de la dominación de clase, sino con la propia dominación de clase. La Comuna era la forma positiva de esta república.
París, sede central del viejo poder gubernamental y, al mismo tiempo, baluarte social de la clase obrera de Francia, se había levantado en armas contra el intento de Thiers y los “rurales” de restaurar y perpetuar aquel viejo poder que les había sido legado por el Imperio. Y si París pudo resistir fue únicamente porque, a consecuencia del asedio, se había deshecho del ejército, sustituyéndolo por una Guardia Nacional, cuyo principal contingente lo formaban los obreros. Ahora se trataba de convertir este hecho en una institución duradera. Por eso, el primer decreto de la Comuna fue para suprimir el ejército permanente y sustituirlo por el pueblo armado.
La Comuna estaba formada por los consejeros municipales elegidos por sufragio universal en los diversos distritos de la ciudad. Eran responsables y revocables en todo momento. La mayoría de sus miembros eran, naturalmente, obreros o representantes reconocidos de la clase obrera. La Comuna no había de ser un organismo parlamentario, sino una corporación de trabajo, ejecutiva y legislativa al mismo tiempo. En vez de continuar siendo un instrumento del gobierno central, la policía fue despojada inmediatamente de sus atributos políticos y convertida en instrumento de la Comuna, responsable ante ella y revocable en todo momento. Lo mismo se hizo con los funcionarios de las demás ramas de la administración. Desde los miembros de la Comuna para abajo, todos los que desempeñaban cargos públicos debían desempeñarlos con salarios de obreros. Los intereses creados y los gastos de representación de los altos dignatarios del Estado desaparecieron con los altos dignatarios mismos. Los cargos públicos dejaron de ser propiedad derivada de los testaferros del gobierno central. En manos de la Comuna se pusieron no solamente la administración municipal, sino toda la iniciativa llevada hasta entonces por el Estado.
Una vez suprimidos el ejército permanente y la policía, que eran los elementos de la fuerza física del antiguo gobierno, la Comuna tomó medidas inmediatamente para destruir la fuerza espiritual de represión, el “poder de los curas”, decretando la separación de la Iglesia del Estado y la expropiación de todas las iglesias como corporaciones poseedoras. Los curas fueron devueltos al retiro de la vida privada, a vivir de las limosnas de los fieles, como sus antecesores, los apóstoles. Todas las instituciones de enseñanza fueron abiertas gratuitamente al pueblo y al mismo tiempo emancipadas de toda intromisión de la Iglesia y del Estado. Así, no sólo se ponía la enseñanza al alcance de todos, sino que la propia ciencia se redimía de las trabas a que la tenían sujeta los prejuicios de clase y el poder del gobierno.
Los funcionarios judiciales debían perder aquella fingida independencia que sólo había servido para disfrazar su abyecta sumisión a los sucesivos gobiernos, ante los cuales iban prestando y violando, sucesivamente, el juramento de fidelidad. Igual que los demás funcionarios públicos, los magistrados y los jueces habían de ser funcionarios electivos, responsables y revocables.
Como es lógico, la Comuna de París había de servir de modelo a todos los grandes centros industriales de Francia. Una vez establecido en París y en los centros secundarios el régimen de la Comuna, el antiguo Gobierno centralizado tendría que dejar paso también en provincias al gobierno de los productores por los productores. En el breve esbozo de organización nacional que la Comuna no tuvo tiempo de desarrollar, se dice claramente que la Comuna habría de ser la forma política que revistiese hasta la aldea más pequeña del país y que en los distritos rurales el ejército permanente habría de ser remplazado por una milicia popular, con un plazo de servicio extraordinariamente corto. Las comunas rurales de cada distrito administrarían sus asuntos colectivos por medio de una asamblea de delegados en la capital del distrito correspondiente y estas asambleas, a su vez, enviarían diputados a la Asamblea Nacional de delegados de París, entendiéndose que todos los delegados serían revocables en todo momento y se hallarían obligados por el mandato imperativo (instrucciones) de sus electores. Las pocas, pero importantes funciones que aún quedarían para un Gobierno central no se suprimirían, como se ha dicho, falseando de intento la verdad, sino que serían desempeñadas por agentes comunales y, por tanto, estrictamente responsables. No se trataba de destruir la unidad de la nación, sino por el contrario, de organizarla mediante un régimen comunal, convirtiéndola en una realidad al destruir el poder del Estado, que pretendía ser la encarnación de aquella unidad, independiente y situado por encima de la nación misma, en cuyo cuerpo no era más que una excrecencia parasitaria. Mientras que los órganos puramente represivos del viejo poder estatal habían de ser amputados, sus funciones legítimas habían de ser arrancadas a una autoridad que usurpaba una posición preeminente sobre la sociedad misma, para restituirla a los servidores responsables de esta sociedad. En vez de decidir una vez cada tres o seis años qué miembros de la clase dominante han de representar y aplastar al pueblo en el parlamento, el sufragio universal habría de servir al pueblo organizado en comunas, como el sufragio individual sirve a los patronos que buscan obreros y administradores para sus negocios. Y es bien sabido que lo mismo las compañías que los particulares, cuando se trata de negocios saben generalmente colocar a cada hombre en el puesto que le corresponde y, si alguna vez se equivocan, reparan su error con presteza. Por otra parte, nada podía ser más ajeno al espíritu de la Comuna que sustituir el sufragio universal por una investidura jerárquica[1].
Generalmente, las creaciones históricas completamente nuevas están destinadas a que se las tome por una reproducción de formas viejas e incluso difuntas de la vida social, con las cuales pueden presentar cierta semejanza. Así, esta nueva Comuna, que viene a destruir el poder estatal moderno, se ha confundido con una reproducción de las comunas medievales, que primero precedieron a ese mismo Estado y luego le sirvieron de base. El régimen de la Comuna se ha tomado erróneamente por un intento de fraccionar en una federación de pequeños Estados, como la soñaban Montesquieu y los girondinos[2], esa unidad de las grandes naciones que, si bien en sus orígenes fue instaurada por la violencia, hoy se ha convertido en un factor poderoso de la producción social. El antagonismo entre la Comuna y el poder del Estado se ha presentado equivocadamente como una forma exagerada de la vieja lucha contra el excesivo centralismo. Circunstancias históricas peculiares pueden en otros países haber impedido el desarrollo clásico de la forma burguesa de gobierno al modo francés y haber permitido, como en Inglaterra, completar en la ciudad los grandes órganos centrales del Estado con asambleas parroquiales (vestries) corrompidas, concejales concusionarios y feroces administradores de la beneficencia, y, en el campo, con jueces virtualmente hereditarios. El régimen de la Comuna habría devuelto al organismo social todas las fuerzas que hasta entonces venía absorbiendo el Estado parásito, que se nutre a expensas de la sociedad y entorpece su libre movimiento. Con este sólo hecho habría iniciado la regeneración de Francia. La burguesía provinciana de Francia veía en la Comuna un intento para restaurar el predominio que ella había ejercido sobre el campo bajo Luis Felipe y que, bajo Luis Napoleón, había sido suplantado por el supuesto predominio del campo sobre la ciudad. En realidad, el régimen de la Comuna colocaba a los productores del campo bajo la dirección ideológica de las capitales de sus distritos, ofreciéndoles aquí, en los obreros de la ciudad, los representantes naturales de sus intereses. La sola existencia de la Comuna implicaba, como algo evidente, un régimen de autonomía local, pero ya no como contrapeso a un poder estatal que ahora era superfluo. Sólo en la cabeza de un Bismarck, que, cuando no está metido en sus intrigas de sangre y hierro, gusta de volver a su antigua ocupación, que tan bien cuadra a su calibre mental, de colaborador del “Kladderadatsch”[3] (el “Punch”[4] de Berlín), sólo en una cabeza como ésa podía caber el achacar a la Comuna de París la aspiración de reproducir aquella caricatura de la organización municipal francesa de 1791 que es la organización municipal de Prusia, donde la administración de las ciudades queda rebajada al papel de simple engranaje secundario de la maquinaria policíaca del Estado prusiano. La Comuna convirtió en una realidad ese tópico de todas las revoluciones burguesas, que es “un Gobierno barato”, al destruir las dos grandes fuentes de gastos: el ejército permanente y la burocracia del Estado. Su sola existencia presuponía la no existencia de la monarquía que, en Europa al menos, es el lastre normal y el disfraz indispensable de la dominación de clase. La Comuna dotó a la república de una base de instituciones realmente democráticas. Pero, ni el gobierno barato, ni la “verdadera república” constituían su meta final; no eran más que fenómenos concomitantes.
La variedad de interpretaciones a que ha sido sometida la Comuna y la variedad de intereses que la han interpretado a su favor, demuestran que era una forma política perfectamente flexible, a diferencia de las formas anteriores de gobierno, que habían sido todas fundamentalmente represivas. He aquí su verdadero secreto: la Comuna era, esencialmente, un gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin descubierta para llevar a cabo dentro de ella la emancipación económica del trabajo.
Sin esta última condición, el régimen de la Comuna habría sido una imposibilidad y una impostura. La dominación política de los productores es incompatible con la perpetuación de su esclavitud social. Por tanto, la Comuna había de servir de palanca para extirpar los cimientos económicos sobre los que descansa la existencia de las clases y, por consiguiente, la dominación de clase. Emancipado el trabajo, todo hombre se convierte en trabajador, y el trabajo productivo deja de ser un atributo de clase.
Es un hecho extraño. A pesar de todo lo que se ha hablado y se ha escrito con tanta profusión, durante los últimos sesenta años, acerca de la emancipación del trabajo, apenas en algún sitio los obreros toman resueltamente la cosa en sus manos, vuelve a resonar de pronto toda la fraseología apologética de los portavoces de la sociedad actual, con sus dos polos de capital y esclavitud asalariada (hoy, el terrateniente no es más que el socio comanditario del capitalista), como si la sociedad capitalista se hallase todavía en su estado más puro de inocencia virginal, con sus antagonismos todavía en germen, con sus engaños todavía encubiertos, con sus prostituidas realidades todavía sin desnudar. ¡La Comuna, exclaman, pretende abolir la propiedad, base de toda civilización! Sí, caballeros, la Comuna pretendía abolir esa propiedad de clase que convierte el trabajo de muchos en la riqueza de unos pocos. La Comuna aspiraba a la expropiación de los expropiadores. Quería convertir la propiedad individual en una realidad, transformando los medios de producción, la tierra y el capital, que hoy son fundamentalmente medios de esclavización y de explotación del trabajo, en simples instrumentos de trabajo libre y asociado. ¡Pero eso es el comunismo, el “irrealizable” comunismo! Sin embargo, los individuos de las clases dominantes que son lo bastante inteligentes para darse cuenta de la imposibilidad de que el actual sistema continúe —y no son pocos— se han erigido en los apóstoles molestos y chillones de la producción cooperativa. Ahora bien, si la producción cooperativa ha de ser algo más que una impostura y un engaño; si ha de substituir al sistema capitalista; si las sociedades cooperativas unidas han de regular la producción nacional con arreglo a un plan común, tomándola bajo su control y poniendo fin a la constante anarquía y a las convulsiones periódicas, consecuencias inevitables de la producción capitalista, ¿qué será eso entonces, caballeros, más que comunismo, comunismo “realizable”?
La clase obrera no esperaba de la Comuna ningún milagro. Los obreros no tienen ninguna utopía lista para implantarla par décret du peuple[†]. Saben que para conseguir su propia emancipación, y con ella esa forma superior de vida hacia la que tiende irresistiblemente la sociedad actual por su propio desarrollo económico, tendrán que pasar por largas luchas, por toda una serie de procesos históricos, que transformarán las circunstancias y los hombres. Ellos no tienen que realizar ningunos ideales, sino simplemente dar suelta a los elementos de la nueva sociedad que la vieja sociedad burguesa agonizante lleva en su seno. Plenamente consciente de su misión histórica y heroicamente resuelta a obrar con arreglo a ella, la clase obrera puede mofarse de las burdas invectivas de los lacayos de la pluma y de la protección pedantesca de los doctrinarios burgueses bien intencionados, que vierten sus ignorantes vulgaridades y sus fantasías sectarias con un tono sibilino de infalibilidad científica.
Cuando la Comuna de París tomó en sus propias manos la dirección de la revolución; cuando, por primera vez en la historia, los simples obreros se atrevieron a violar el monopolio de gobierno de sus “superiores naturales”, y, en circunstancias de una dificultad sin precedente, realizaron su labor de un modo modesto, concienzudo y eficaz, con sueldos el más alto de los cuales apenas representaba una quinta parte de la suma que según una alta autoridad científica es el sueldo mínimo del secretario de un consejo escolar de Londres, el viejo mundo se retorció en convulsiones de rabia ante el espectáculo de la Bandera Roja, símbolo de la República del Trabajo, ondeando sobre el Hôtel de Ville.
Y, sin embargo, era ésta la primera revolución en que la clase obrera fue abiertamente reconocida como la única clase capaz de iniciativa social incluso por la gran masa de la clase media parisina —tenderos, artesanos, comerciantes—, con la sola excepción de los capitalistas ricos. La Comuna los salvó, mediante una sagaz solución de la constante fuente de discordias dentro de la misma clase media: el conflicto entre acreedores y deudores[5]. Estos mismos elementos de la clase media, después de haber colaborado en el aplastamiento de la insurrección obrera de junio de 1848, habían sido sacrificados sin miramiento a sus acreedores por la Asamblea Constituyente de entonces[6]. Pero no fue éste el único motivo que les llevó a apretar sus filas en torno a la clase obrera. Sentían que había que escoger entre la Comuna y el Imperio, cualquiera que fuese el rótulo bajo el que éste resucitase. El Imperio los había arruinado económicamente con su dilapidación de la riqueza pública, con las grandes estafas financieras que fomentó y con el apoyo prestado a la centralización artificialmente acelerada del capital, que suponía la expropiación de muchos de sus componentes. Los había suprimido políticamente, y los había irritado moralmente con sus orgías; había herido su volterianismo al confiar la educación de sus hijos a los frères ignorantins[7], y había sublevado su sentimiento nacional de franceses al lanzarlos precipitadamente a una guerra que sólo ofreció una compensación para todos los desastres que había causado: la caída del Imperio. En efecto, tan pronto huyó de París la alta bohème bonapartista y capitalista, el auténtico partido del orden de la clase media surgió bajo la forma de Unión Republicana[8], se colocó bajo la bandera de la Comuna y se puso a defenderla contra las desfiguraciones malévolas de Thiers. El tiempo dirá si la gratitud de esta gran masa de la clase media va a resistir las duras pruebas de estos momentos.
La Comuna tenía toda la razón, cuando decía a los campesinos: “Nuestro triunfo es vuestra única esperanza”. De todas las mentiras incubadas en Versalles y difundidas por los ilustres mercenarios de la prensa europea, una de las más tremendas era la de que los “rurales” representaban al campesinado francés. ¡Figuraos el amor que sentirían los campesinos de Francia por los hombres a quienes después de 1815 se les obligó a pagar mil millones de indemnización![9] A los ojos del campesino francés, la sola existencia de grandes terratenientes es ya una usurpación de sus conquistas de 1789. En 1848, la burguesía gravó su parcela de tierra con el impuesto adicional de 45 céntimos por franco, pero entonces lo hizo en nombre de la revolución, en cambio, ahora, fomentaba una guerra civil en contra de la revolución, para echar sobre las espaldas de los campesinos la carga principal de los cinco mil millones de indemnización que había que pagar a los prusianos. En cambio, la Comuna declaraba en una de sus primeras proclamas que las costas de la guerra habían de ser pagadas por los verdaderos causantes de ella. La Comuna habría redimido al campesino de la contribución de sangre, le habría dado un Gobierno barato, habría convertido a los que hoy son sus vampiros —el notario, el abogado, el agente ejecutivo y otros dignatarios judiciales que le chupan la sangre— en empleados comunales asalariados, elegidos por él y responsables ante él mismo. Le habría librado de la tiranía del guarda jurado, del gendarme y del prefecto; la ilustración por el maestro de escuela hubiera ocupado el lugar del embrutecimiento por el cura. Y el campesino francés es, ante todo y sobre todo, un hombre calculador. Le habría parecido extremadamente razonable que la paga del cura, en vez de serle arrancada a él por el recaudador de contribuciones, dependiese exclusivamente de los sentimientos religiosos de los feligreses. Tales eran los grandes beneficios que el régimen de la Comuna —y sólo él— brindaba como cosa inmediata a los campesinos franceses. Huelga, por tanto, detenerse a examinar los problemas más complicados, pero vitales, que sólo la Comuna era capaz de resolver —y que al mismo tiempo estaba obligada a resolver—, en favor de los campesinos, a saber: la deuda hipotecaria, que pesaba como una maldición sobre su parcela; el proletariado del campo, que crecía constantemente, y el proceso de su expropiación de la parcela que cultivaba, proceso cada vez más acelerado en virtud del desarrollo de la agricultura moderna y la competencia de la producción agrícola capitalista.
El campesino francés eligió a Luis Bonaparte presidente de la república, pero fue el partido del orden el que creó el Imperio. Lo que el campesino francés quería realmente, comenzó a demostrarlo él mismo en 1849 y 1850, al oponer su alcalde al prefecto del Gobierno, su maestro de escuela al cura del Gobierno y su propia persona al gendarme del Gobierno. Todas las leyes promulgadas por el partido del orden en enero y febrero de 1850 fueron medidas descaradas de represión contra el campesino. El campesino era bonapartista porque la gran revolución, con todos los beneficios que le había conquistado, se personificaba para él en Napoleón. Pero esta quimera, que se iba esfumando rápidamente bajo el Segundo Imperio (y que era, por naturaleza, contraria a los “rurales”), este prejuicio del pasado, ¿cómo hubiera podido hacer frente a la apelación de la Comuna a los intereses vitales y las necesidades más apremiantes de los campesinos?
Los “rurales” —tal era, en realidad, su principal preocupación— sabían que tres meses de libre contacto del París de la Comuna con las provincias bastarían para desencadenar una sublevación general de campesinos; de aquí su prisa por establecer el bloqueo policíaco de París para impedir que la epidemia se propagase.
La Comuna era, pues, la verdadera representación de todos los elementos sanos de la sociedad francesa, y, por consiguiente, el auténtico gobierno nacional. Pero, al mismo tiempo, como gobierno obrero y como campeón intrépido de la emancipación del trabajo, era un gobierno internacional en el pleno sentido de la palabra. Ante los ojos del ejército prusiano, que había anexionado a Alemania dos provincias francesas, la Comuna anexionó a Francia los obreros del mundo entero.
El Segundo Imperio había sido el jubileo de la estafa cosmopolita; los estafadores de todos los países habían acudido corriendo a su llamada para participar en sus orgías y en el saqueo del pueblo francés. Y todavía hoy la mano derecha de Thiers es Ganesco, el granuja valaco, y su mano izquierda Markovski, el espía ruso. La Comuna concedió a todos los extranjeros el honor de morir por una causa inmortal. Entre la guerra exterior, perdida por su traición, y la guerra civil, fomentada por su conspiración con el invasor extranjero, la burguesía encontraba tiempo para dar pruebas de patriotismo, organizando batidas policíacas contra los alemanes residentes en Francia. La Comuna nombró a un obrero alemán[‡] su ministro del Trabajo. Thiers, la burguesía, el Segundo Imperio, habían engañado constantemente a Polonia con ostentosas manifestaciones de simpatía, mientras en realidad la traicionaban a los intereses de Rusia, a la que prestaban los más sucios servicios. La Comuna honró a los heroicos hijos de Polonia[§], colocándolos a la cabeza de los defensores de París. Y, para marcar nítidamente la nueva era histórica que conscientemente inauguraba, la Comuna, ante los ojos de los conquistadores prusianos de una parte, y del ejército bonapartista mandado por generales bonapartistas, de otra, echó abajo aquel símbolo gigantesco de la gloria guerrera que era la Columna de Vendôme[10].
La gran medida social de la Comuna fue su propia existencia, su labor. Sus medidas concretas no podían menos de expresar la línea de conducta de un gobierno del pueblo por el pueblo. Entre ellas se cuentan la abolición del trabajo nocturno para los obreros panaderos, y la prohibición, bajo penas, de la práctica corriente entre los patronos de mermar los salarios imponiendo a sus obreros multas bajo los más diversos pretextos, proceso éste en el que el patrono se adjudica las funciones de legislador, juez y agente ejecutivo, y, además, se embolsa el dinero. Otra medida de este género fue la entrega a las asociaciones obreras, a reserva de indemnización, de todos los talleres y fábricas cerrados, lo mismo si sus respectivos patronos habían huido que si habían optado por parar el trabajo.
Las medidas financieras de la Comuna, notables por su sagacidad y moderación, hubieron de limitarse necesariamente a lo que era compatible con la situación de una ciudad sitiada. Teniendo en cuenta el latrocinio gigantesco desencadenado sobre la ciudad de París por las grandes empresas financieras y los contratistas de obras bajo la tutela de Haussmann[**], la Comuna habría tenido títulos incomparablemente mejores para confiscar sus bienes que Luis Napoleón para confiscar los de la familia de Orleáns. Los Hohenzollern y los oligarcas ingleses, una buena parte de cuyos bienes provenían del saqueo de la Iglesia, pusieron naturalmente el grito en el cielo cuando la Comuna sacó de la secularización nada más que 8.000 francos.
Mientras el Gobierno de Versalles, apenas recobró un poco de ánimo y de fuerzas, empleaba contra la Comuna las medidas más violentas; mientras ahogaba la libre expresión del pensamiento por toda Francia, hasta el punto de prohibir las asambleas de delegados de las grandes ciudades; mientras sometía a Versalles y al resto de Francia a un espionaje que dejaba en mantillas al del Segundo Imperio; mientras quemaba, por medio de sus inquisidores-gendarmes, todos los periódicos publicados en París y violaba toda la correspondencia que procedía de la capital o iba dirigida a ella; mientras en la Asamblea Nacional, los más tímidos intentos de aventurar una palabra en favor de París eran ahogados con unos aullidos a los que no había llegado ni la chambre introuvable de 1816; con la guerra salvaje de los versalleses fuera de París y sus tentativas de corrupción y conspiración dentro, ¿podía la Comuna, sin traicionar ignominiosamente su causa, guardar todas las formas y las apariencias de liberalismo, como si gobernase en tiempos de serena paz? Si el Gobierno de la Comuna se hubiera parecido al de Thiers, no habría habido más base para suprimir en París los periódicos del partido del orden que para suprimir en Versalles los periódicos de la Comuna.
Era verdaderamente indignante para los “rurales” que, en el mismo momento en que ellos preconizaban como único medio de salvar a Francia la vuelta al seno de la Iglesia, la incrédula Comuna descubriera los misterios del convento de monjas de Picpus y de la iglesia de Saint-Laurent[11]. Y era una burla para el señor Thiers que, mientras él hacía llover grandes cruces sobre los generales bonapartistas, para premiar su maestría en el arte de perder batallas, firmar capitulaciones y liar cigarrillos en Wilhelmshöhe[12], la Comuna destituyera y arrestara a sus generales a la menor sospecha de negligencia en el cumplimiento del deber. La expulsión de su seno y la detención por la Comuna de uno de sus miembros[††], que se había deslizado en ella bajo nombre supuesto y que en Lyon había sufrido un arresto de seis días por simple quiebra, ¿no era un deliberado insulto para el falsificador Julio Favre, todavía a la sazón ministro de Negocios Extranjeros de Francia, y que seguía vendiendo su país a Bismarck y dictando órdenes a aquel incomparable Gobierno de Bélgica? La verdad es que la Comuna no pretendía tener el don de la infalibilidad, que se atribuían sin excepción todos los gobiernos a la vieja usanza. Publicaba sus hechos y sus dichos y daba a conocer al público todas sus faltas.
En todas las revoluciones, al lado de los verdaderos revolucionarios, figuran hombres de otra naturaleza. Algunos de ellos, supervivientes de revoluciones pasadas, que conservan su devoción por ellas, sin visión del movimiento actual, pero dueños todavía de su influencia sobre el pueblo, por su reconocida honradez y valentía, o simplemente por la fuerza de la tradición; otros, simples charlatanes que, a fuerza de repetir año tras año las mismas declamaciones estereotipadas contra el gobierno del día, se han agenciado de contrabando una reputación de revolucionarios de pura cepa. Después del 18 de marzo salieron también a la superficie hombres de éstos, y en algunos casos lograron desempeñar papeles preeminentes. En la medida en que su poder se lo permitía, entorpecieron la verdadera acción de la clase obrera, lo mismo que otros de su especie entorpecieron el desarrollo completo de todas las revoluciones anteriores. Constituyen un mal inevitable; con el tiempo se les quita de en medio; pero a la Comuna no le fue dado disponer de tiempo.
Maravilloso en verdad fue el cambio operado por la Comuna de París. De aquel París prostituido del Segundo Imperio no quedaba ni rastro. París ya no era el lugar de cita de terratenientes ingleses, absentistas irlandeses[13], ex esclavistas y rastacueros norteamericanos, ex propietarios rusos de siervos y boyardos de Valaquia. Ya no había cadáveres en el depósito, ni asaltos nocturnos, ni apenas hurtos; por primera vez desde los días de febrero de 1848, se podía transitar seguro por las calles de París, y eso que no había policía de ninguna clase.
“Ya no se oye hablar” —decía un miembro de la Comuna— “de asesinatos, robos y atracos; diríase que la policía se ha llevado consigo a Versalles a todos sus amigos conservadores”.
Las cocotas habían encontrado el rastro de sus protectores, fugitivos hombres de la familia, de la religión y, sobre todo, de la propiedad. En su lugar, volvían a salir a la superficie las auténticas mujeres de París, heroicas, nobles y abnegadas como las mujeres de la antigüedad. París trabajaba y pensaba, luchaba y daba su sangre; radiante en el entusiasmo de su iniciativa histórica, dedicado a forjar una sociedad nueva, casi se olvidaba de los caníbales que tenía a las puertas.
Frente a este mundo nuevo de París, se alzaba el mundo viejo de Versalles; aquella asamblea de legitimistas y orleanistas, vampiros de todos los regímenes difuntos, ávidos de nutrirse de los despojos de la nación, con su cola de republicanos antediluvianos, que sancionaban con su presencia en la Asamblea el motín de los esclavistas, confiando el mantenimiento de su república parlamentaria a la vanidad del viejo saltimbanqui que la presidía y caricaturizando la revolución de 1789 con la celebración de sus reuniones de espectros en el Jeu de Paume[‡‡][14]. Así era esta Asamblea, representación de todo lo muerto de Francia, sólo mantenida en una apariencia de vida por los sables de los generales de Luis Bonaparte. París, todo verdad, y Versalles, todo mentira, una mentira que salía de los labios de Thiers.
“Les doy a ustedes mi palabra, a la que jamás he faltado”,
dice Thiers a una comisión de alcaldes del departamento de Seine-et-Oise. A la Asamblea Nacional le dice que “es la Asamblea más libremente elegida y más liberal que en Francia ha existido”; dice a su abigarrada soldadesca, que es “la admiración del mundo y el mejor ejército que jamás ha tenido Francia”; dice a las provincias que el bombardeo de París llevado a cabo por él es un mito:
“Si se han disparado algunos cañonazos, no ha sido por el ejército de Versalles, sino por algunos insurrectos empeñados en hacernos creer que luchan, cuando en realidad no se atreven a asomar la cara”.
Poco después, dice a las provincias que
“la artillería de Versalles no bombardea a París, sino que simplemente lo cañonea”.
Dice al arzobispo de París que las pretendidas ejecuciones y represalias (!) atribuidas a las tropas de Versalles son puras mentiras. Dice a París que sólo ansía “liberarlo de los horribles tiranos que le oprimen” y que el París de la Comuna no es, en realidad, “más que un puñado de criminales”.
El París de el señor Thiers no era el verdadero París de la “vil muchedumbre”, sino un París fantasma, el París de los franc-fileurs[15], el París masculino y femenino de los bulevares, el París rico, capitalista; el París dorado, el París ocioso, que ahora corría en tropel a Versalles, a Saint-Denis, a Rueil y a Saint-Germain, con sus lacayos, sus estafadores, su bohemia literaria y sus cocotas. El París para el que la guerra civil no era más que un agradable pasatiempo, el que veía las batallas por un anteojo de larga vista, el que contaba los estampidos de los cañonazos y juraba por su honor y el de sus prostitutas que aquella función era mucho mejor que las que representaban en Porte Saint Martin. Allí, los que caían eran muertos de verdad, los gritos de los heridos eran de verdad también, y además, ¡todo era tan intensamente histórico!
Este es el París del señor Thiers, como el mundo de los emigrados de Coblenza era la Francia del señor de Calonne[16].
IV
La primera tentativa de la conspiración de los esclavistas para sojuzgar a París logrando su ocupación por los prusianos, fracasó ante la negativa de Bismarck. La segunda tentativa, la del 18 de marzo, acabó con la derrota del ejército y la huida a Versalles del gobierno, que ordenó a todo el aparato administrativo que abandonase sus puestos y le siguiese en la huida. Mediante la simulación de negociaciones de paz con París, Thiers ganó tiempo para preparar la guerra contra él. Pero, ¿de dónde sacar un ejército? Los restos de los regimientos de línea eran escasos en número e inseguros en cuanto a moral. Su llamamiento apremiante a las provincias para que acudiesen en ayuda de Versalles con sus guardias nacionales y sus voluntarios, tropezó con una negativa en redondo. Sólo Bretaña mandó a luchar bajo una bandera blanca a un puñado de chuanes[17], con un corazón de Jesús en tela blanca sobre el pecho y gritando “Vive le Roi!” (“¡Viva el rey!”). Thiers viose, por tanto, obligado a reunir a toda prisa una turba abigarrada, compuesta por marineros, soldados de infantería de marina, zuavos pontificios, gendarmes de Valentín y guardias municipales y mouchards[§§] de Pietri. Pero este ejército habría sido ridículamente ineficaz sin la incorporación de los prisioneros de guerra imperiales que Bismarck fue entregando a plazos en cantidad suficiente para mantener viva la guerra civil y para tener al gobierno de Versalles en abyecta dependencia con respecto a Prusia. Durante la propia guerra, la policía versallesa tenía que vigilar al ejército de Versalles, mientras que los gendarmes tenían que arrastrarlo a la lucha, colocándose ellos siempre en los puestos de peligro. Los fuertes que cayeron no fueron conquistados, sino comprados. El heroísmo de los federales convenció a Thiers de que para vencer la resistencia de París no bastaban su genio estratégico ni las bayonetas de que disponía.
Entretanto, sus relaciones con las provincias hacíanse cada vez más difíciles. No llegaba un solo mensaje de adhesión para estimular a Thiers y a sus “rurales”. Muy al contrario, llegaban de todas partes diputaciones y mensajes pidiendo, en un tono que tenía de todo menos de respetuoso, la reconciliación con París sobre la base del reconocimiento inequívoco de la república, el reconocimiento de las libertades comunales y la disolución de la Asamblea Nacional, cuyo mandato había expirado ya. Estos mensajes afluían en tal número, que en su circular dirigida el 23 de abril a los fiscales, Dufaure, ministro de Justicia de Thiers, les ordenaba considerar como un crimen “el llamamiento a la conciliación”. No obstante, en vista de las perspectivas desesperadas que se abrían ante su campaña militar, Thiers se decidió a cambiar de táctica, ordenando que el 30 de abril se celebrasen elecciones municipales en todo el país, sobre la base de la nueva ley municipal dictada por él mismo a la Asamblea Nacional. Utilizando, según los casos, las intrigas de sus prefectos y la intimidación policíaca, estaba completamente seguro de que el resultado de la votación en provincias le permitiría ungir a la Asamblea Nacional con aquel poder moral que jamás había tenido, y obtener por fin de las provincias la fuerza material que necesitaba para la conquista de París.
Thiers se preocupó desde el primer momento en combinar su guerra de bandidaje contra París —glorificada en sus propios boletines— y las tentativas de sus ministros para instaurar de un extremo a otro de Francia el reinado del terror, con una pequeña comedia de conciliación, que había de servirle para más de un fin. Trataba con ello de engañar a las provincias, de seducir a la clase media de París y, sobre todo, de brindar a los pretendidos republicanos de la Asamblea Nacional la oportunidad de esconder su traición contra París detrás de su fe en Thiers. El 21 de marzo, cuando aún no disponía de un ejército, Thiers declaraba ante la Asamblea:
“Pase lo que pase, jamás enviaré tropas contra París”.
El 27 de marzo, intervino de nuevo para decir:
“Me he encontrado con la república como un hecho consumado y estoy firmemente decidido a mantenerla”.
En realidad, en Lyon y en Marsella[18] aplastó la revolución en nombre de la república, mientras en Versalles los bramidos de sus “rurales” ahogaban la simple mención de su nombre. Después de esta hazaña, rebajó el “hecho consumado” a la categoría de hecho hipotético. A los príncipes de Orleáns, que Thiers había alejado de Burdeos por precaución, se les permitía ahora intrigar en Dreux, lo cual era una violación flagrante de la ley. Las concesiones prometidas por Thiers, en sus interminables entrevistas con los delegados de París y provincias aunque variaban constantemente de tono y de color, según el tiempo y las circunstancias, se reducían siempre, en el fondo, a la promesa de que su venganza se limitaría al “puñado de criminales complicados en los asesinatos de Lecomte y Clément Thomas”.
Bien entendido que bajo la condición de que París y Francia aceptasen sin reservas al señor Thiers como la mejor de las repúblicas posibles, como él había hecho en 1830 con Luis Felipe. Pero hasta estas mismas concesiones, no sólo se cuidaba de ponerlas en tela de juicio mediante los comentarios oficiales que hacía a través de sus ministros en la Asamblea, sino que, además, tenía a su Dufaure para actuar. Dufaure, viejo abogado orleanista, había sido el poder judicial supremo de todos los estados de sitio, lo mismo ahora, en 1871, bajo Thiers, que en 1839, bajo Luis Felipe, y en 1849, bajo la presidencia de Luis Bonaparte. Durante su cesantía de ministro, había reunido una fortuna defendiendo los pleitos de los capitalistas de París y había acumulado un capital político pleiteando contra las leyes elaboradas por él mismo. Ahora, no contento con hacer que la Asamblea Nacional votase a toda prisa una serie de leyes de represión que, después de la caída de París, habían de servir para extirpar los últimos vestigios de las libertades republicanas en Francia, trazó de antemano la suerte que había de correr París, al abreviar los trámites de los Tribunales de Guerra, que aun parecían demasiado lentos[19], y al presentar una nueva ley draconiana de deportación. La revolución de 1848, al abolir la pena de muerte para los delitos políticos, la había sustituido por la deportación. Luis Bonaparte no se atrevió, por lo menos en teoría, a restablecer el régimen de guillotina. Y la Asamblea de los “rurales”, que aún no se atrevían ni a insinuar que los parisinos no eran rebeldes, sino asesinos, no tuvo más remedio que limitarse, en la venganza que preparaba contra París, a la nueva ley de deportaciones de Dufaure. Bajo estas circunstancias, Thiers no hubiera podido seguir representando su comedia de conciliación, si esta comedia no hubiese arrancado, como él precisamente quería, gritos de rabia entre los “rurales”, cuyas cabezas rumiantes no podían comprender la farsa, ni todo lo que la farsa exigía en cuanto a hipocresía, tergiversación y dilaciones.
Ante la proximidad de las elecciones municipales del 30 de abril, el día 27 Thiers representó una de sus grandes escenas conciliatorias. En medio de un torrente de retórica sentimental, exclamó desde la tribuna de la Asamblea:
“La única conspiración que hay contra la república es la de París, que nos obliga a derramar sangre francesa. No me cansaré de repetirlo: ¡que aquellas manos suelten las armas infames que empuñan y el castigo se detendrá inmediatamente por un acto de paz del que sólo quedará excluido un puñado de criminales!”
Y como los “rurales” le interrumpieran violentamente, replicó:
“Decidme, señores, os lo suplico, si estoy equivocado. ¿De veras deploráis que yo haya podido declarar aquí que los criminales no son en verdad más que un puñado? ¿No es una suerte, en medio de nuestras desgracias, que quienes fueron capaces de derramar la sangre de Clément Thomas y del general Lecomte sólo representan raras excepciones?”
Sin embargo, Francia no dio oídos a aquellos discursos que Thiers creía cantos de sirena parlamentaria. De los 700.000 concejales elegidos en los 35.000 municipios que aún conservaba Francia, los legitimistas, orleanistas y bonapartistas coligados no obtuvieron siquiera 8.000. Las diferentes votaciones complementarias arrojaron resultados aún más hostiles. De este modo, en vez de sacar de las provincias la fuerza material que tanto necesitaba, la Asamblea perdía hasta su último título de fuerza moral: el de ser expresión del sufragio universal de la nación. Para remachar la derrota, los ayuntamientos recién elegidos amenazaron a la asamblea usurpadora de Versalles con convocar una contraasamblea en Burdeos.
Por fin había llegado para Bismarck el tan esperado momento de lanzarse a la acción decisiva. Ordenó perentoriamente a Thiers que mandase a Francfort plenipotenciarios para sellar definitivamente la paz. Obedeciendo humildemente a la llamada de su señor, Thiers se apresuró a enviar a su fiel Julio Favre, asistido por Pouyer-Quertier. Pouyer-Quertier, “eminente” hilandero de algodón de Ruán, ferviente y hasta servil partidario del Segundo Imperio, jamás había descubierto en éste ninguna falta, fuera de su tratado comercial con Inglaterra[20], atentatorio para los intereses de su propio negocio. Apenas instalado en Burdeos como ministro de Hacienda de Thiers, denunció este “nefasto” tratado, sugirió su pronta derogación y tuvo incluso el descaro de intentar, aunque en vano (pues echó sus cuentas sin Bismarck), el inmediato restablecimiento de los antiguos aranceles protectores contra Alsacia, donde, según él, no existía el obstáculo de ningún tratado internacional anterior. Este hombre, que veía en la contrarrevolución un medio para rebajar los salarios en Ruán, y en la entrega a Prusia de las provincias francesas un medio para subir los precios de sus artículos en Francia, ¿no era éste el hombre predestinado para ser elegido por Thiers, en su última y culminante traición, como digno auxiliar de Julio Favre?
A la llegada a Francfort de esta magnífica pareja de plenipotenciarios, el brutal Bismarck los recibió con este dilema categórico: “¡O la restauración del Imperio, o la aceptación sin reservas de mis condiciones de paz!” Entre estas condiciones entraba la de acortar los plazos en que había que pagarse la indemnización de guerra y la prórroga de la ocupación de los fuertes de París por las tropas prusianas mientras Bismarck no estuviese satisfecho con el estado de cosas reinante en Francia. De este modo, Prusia era reconocida como supremo árbitro de la política interior francesa. A cambio de esto, ofrecía soltar, para que exterminase a París, al ejército bonapartista que tenía prisionero y prestarle el apoyo directo de las tropas del emperador Guillermo. Como prenda de su buena fe, se prestaba a que el pago del primer plazo de la indemnización se subordinase a la “pacificación” de París. Huelga decir que Thiers y sus plenipotenciarios se apresuraron a tragar esta sabrosa carnada. El tratado de paz fue firmado por ellos el 10 de mayo y ratificado por la Asamblea de Versalles el 18 del mismo mes.
En el intervalo entre la conclusión de la paz y la llegada de los prisioneros bonapartistas, Thiers se creyó tanto más obligado a reanudar su comedia de reconciliación cuanto que los republicanos, sus instrumentos, estaban apremiantemente necesitados de un pretexto que les permitiese cerrar los ojos a los preparativos para la carnicería de París. Todavía el 8 de mayo contestaba a una comisión de conciliadores pequeñoburgueses:
“Tan pronto como los insurrectos se decidan a capitular, las puertas de París se abrirán de par en par durante una semana para todos, con la sola excepción de los asesinos de los generales Clément Thomas y Lecomte”.
Pocos días después, interpelado violentamente por los “rurales” acerca de estas promesas, se negó a entrar en ningún género de explicaciones; pero no sin hacer esta alusión significativa:
“Os digo que entre vosotros hay hombres impacientes, hombres que tienen demasiada prisa. Que aguarden otros ocho días; al cabo de ellos, el peligro habrá pasado y la tarea será proporcional a su valentía y a su capacidad”.
Tan pronto como Mac-Mahon pudo garantizarle que dentro de poco podría entrar en París, Thiers declaró ante la Asamblea que
“entraría en París con la ley en la mano y exigiendo una expiación cumplida a los miserables que habían sacrificado vidas de soldados y destruido monumentos públicos”.
Al acercarse el momento decisivo, dijo ante la Asamblea Nacional: “¡Seré implacable!”; a París, que no había salvación para él; y a sus bandidos bonapartistas que se les daba carta blanca para vengarse de París a discreción. Por último, cuando el 21 de mayo la traición abrió las puertas de la ciudad al general Douay, Thiers pudo descubrir el día 22 a los “rurales” el “objetivo” de su comedia de reconciliación, que tanto se habían obstinado en no comprender:
“Os dije hace pocos días que nos estábamos acercando a nuestro objetivo; hoy vengo a deciros que el objetivo está alcanzado. ¡El triunfo del orden, de la justicia y de la civilización está conseguido por fin!”.
Así era. La civilización y la justicia del orden burgués aparecen en todo su siniestro esplendor dondequiera que los esclavos y los parias de este orden osan rebelarse contra sus señores. En tales momentos, esa civilización y esa justicia se muestran como lo que son: salvajismo descarado y venganza sin ley. Cada nueva crisis que se produce en la lucha de clases entre los productores y los apropiadores hace resaltar este hecho con mayor claridad. Hasta las atrocidades cometidas por la burguesía en junio de 1848 palidecen ante la infamia indescriptible de 1871. El heroísmo abnegado con que la población de París —hombres, mujeres y niños— luchó por espacio de ocho días después de la entrada de los versalleses en la ciudad, refleja la grandeza de su causa, como las hazañas infernales de la soldadesca reflejan el espíritu innato de esa civilización de la que es el brazo vengador y mercenario. ¡Gloriosa civilización ésta, cuyo gran problema estriba en saber cómo desprenderse de los montones de cadáveres hechos por ella después de haber cesado la batalla!.
Para encontrar un paralelo con la conducta de Thiers y de sus perros de presa hay que remontarse a los tiempos de Sila y de los dos triunviratos romanos[21]. Las mismas matanzas en masa a sangre fría; el mismo desdén, en la matanza, para la edad y el sexo; el mismo sistema de torturar a los prisioneros; las mismas proscripciones, pero ahora de toda una clase; la misma batida salvaje contra los jefes escondidos, para que ni uno solo se escape; las mismas delaciones de enemigos políticos y personales; la misma indiferencia ante la matanza de personas completamente ajenas a la contienda. No hay más que una diferencia, y es que los romanos no disponían de ametralladoras para despachar a los proscritos en masa y que no actuaban “con la ley en la mano” ni con el grito de “civilización” en los labios.
Y tras estos horrores, volvamos la vista a otro aspecto, todavía más repugnante, de esa civilización burguesa, tal como su propia prensa lo describe.
“Mientras a lo lejos” —escribe el corresponsal parisino de un periódico conservador de Londres— “se oyen todavía disparos sueltos y entre las tumbas del cementerio del Peré Lachaise agonizan infelices heridos abandonados; mientras 6.000 insurrectos aterrados vagan en una agonía de desesperación en el laberinto de las catacumbas y por las calles se ven todavía infelices llevados a rastras para ser segados en montón por las ametralladoras, resulta indignante ver los cafés llenos de bebedores de ajenjo y de jugadores de billar y de dominó; ver cómo las mujeres del vicio deambulan por los bulevares y oir cómo el estrépito de las orgías en los reservados de los restaurantes distinguidos turba el silencio de la noche”.
El señor Edouard Hervé escribe en el “Journal de París”[22], periódico versallés suprimido por la Comuna:
“El modo cómo la población de París” (!) “manifestó ayer su satisfacción era más que frívolo, y tememos que esto se agrave con el tiempo. París presenta ahora un aire de día de fiesta lamentablemente poco apropiado. Si no queremos que nos llamen los “parisinos de la decadencia”, debemos poner término a tal estado de cosas”.
Y a continuación cita el pasaje de Tácito:
“Y sin embargo, a la mañana siguiente de aquella horrible batalla y aun antes de haberse terminado, Roma, degradada y corrompida, comenzó a revolcarse de nuevo en la charca de voluptuosidad que destruía su cuerpo y encenagaba su alma —alibi proelia et vulnera, alibi balneae popinaeque (aquí combates y heridas, allí baños y festines)”.
El señor Hervé sólo se olvida de aclarar que la “población de París” de que él habla es, exclusivamente, la población del París del señor Thiers: los franc-fileurs que volvían en tropel de Versalles, de Saint Denis, de Rueil y de Saint Germain, el París de la “decadencia”.
En cada uno de sus triunfos sangrientos sobre los abnegados paladines de una sociedad nueva y mejor, esta infame civilización, basada en la esclavización del trabajo, ahoga los gemidos de sus víctimas en un clamor salvaje de calumnias, que encuentran eco en todo el orbe. Los perros de presa del “orden” trasforman de pronto en un infierno el sereno París obrero de la Comuna. ¿Y qué es lo que demuestra este tremendo cambio a las mentes burguesas de todos los países? Demuestra sencillamente que la Comuna se ha amotinado contra la civilización. El pueblo de París, lleno de entusiasmo, muere por la Comuna en número no igualado por ninguna batalla de la historia. ¿Qué demuestra esto? Demuestra, sencillamente, que la Comuna no era el gobierno propio del pueblo, sino la usurpación del poder por un puñado de criminales. Las mujeres de París dan alegremente sus vidas en las barricadas y ante los pelotones de ejecución. ¿Qué demuestra esto? Demuestra sencillamente que el demonio de la Comuna las ha convertido en Megeras[23] y Hécates[24]. La moderación de la Comuna durante los dos meses de su dominación indisputada sólo es igualada por el heroísmo de su defensa. ¿Qué demuestra esto? Demuestra, sencillamente, que durante varios meses la Comuna ocultó cuidadosamente bajo una careta de moderación y de humanidad la sed de sangre de sus instintos satánicos, para darle rienda suelta en la hora de su agonía.
En el momento del heroico holocausto de sí mismo, el París obrero envolvió en llamas edificios y monumentos. Cuando los esclavizadores del proletariado descuartizan su cuerpo vivo, no deben seguir abrigando la esperanza de retornar en triunfo a los muros intactos de sus casas. El gobierno de Versalles grita: “¡Incendiarios!”, y susurra esta consigna a todos sus agentes, hasta en la aldea más remota, para que acosen a sus enemigos por todas partes como incendiarios profesionales. La burguesía del mundo entero, que asiste con complacencia a la matanza en masa después de la lucha, se estremece de horror ante la profanación del ladrillo y la argamasa.
Cuando los gobiernos dan a sus flotas de guerra carta blanca para “matar, quemar y destruir”, ¿dan o no carta blanca a incendiarios? Cuando las tropas británicas pegan fuego alegremente al capitolio de Washington o al palacio de verano del emperador de China[25] ¿son o no son incendiarias? Cuando los prusianos, no por razones militares, sino por mero espíritu de venganza, hacen arder con ayuda de petróleo poblaciones enteras como Châteaudun e innumerables aldeas, ¿son o no son incendiarios? Cuando Thiers bombardea a París durante seis semanas, bajo el pretexto de que sólo quiere pegar fuego a las casas en que hay gente, ¿era o no era incendiario? En la guerra, el fuego es un arma tan legítima como cualquier otra. Los edificios ocupados por el enemigo se bombardean para pegarles fuego. Y si sus defensores se ven obligados a evacuarlos, ellos mismos los incendian, para evitar que los atacantes se apoyen en ellos. El ser pasto de las llamas ha sido siempre el destino ineludible de los edificios situados en el frente de combate de todos los ejércitos regulares del mundo. ¡Pero he aquí que en la guerra de los esclavizados contra los esclavizadores —la única guerra justificada de la historia— este argumento ya no es válido en absoluto! La Comuna se sirvió del fuego pura y exclusivamente como de un medio de defensa. Lo empleó para cortar el avance de las tropas de Versalles por aquellas avenidas largas y rectas que Haussman había abierto expresamente para el fuego de la artillería; lo empleó para cubrir la retirada, del mismo modo que los versalleses, al avanzar, emplearon sus granadas, que destruyeron, por lo menos, tantos edificios como el fuego de la Comuna. Todavía no se sabe a ciencia cierta qué edificios fueron incendiados por los defensores y cuáles por los atacantes. Y los defensores no recurrieron al fuego hasta que las tropas versallesas no habían comenzado su matanza en masa de prisioneros. Además, la Comuna había anunciado públicamente, desde hacía mucho tiempo, que, empujada al extremo, se enterraría entre las ruinas de París y haría de esta capital un segundo Moscú; cosa que el Gobierno de la Defensa Nacional había prometido también hacer, claro que sólo como disfraz, para encubrir su traición. Trochu había preparado el petróleo necesario para esta eventualidad. La Comuna sabía que a sus enemigos no les importaban las vidas del pueblo de París, pero que en cambio les importaban mucho los edificios parisinos de su propiedad. Por otra parte, Thiers había hecho ya saber que sería implacable en su venganza. Apenas vio de un lado a su ejército en orden de batalla y del otro a los prusianos cerrando la salida, exclamó: “¡Seré inexorable! ¡El castigo será completo y la justicia severa!” Si los actos de los obreros de París fueron de vandalismo, era el vandalismo de la defensa desesperada, no un vandalismo de triunfo, como aquel de que los cristianos dieron prueba al destruir los tesoros artísticos, realmente inestimables, de la antigüedad pagana. Pero incluso este vandalismo ha sido justificado por los historiadores como un accidente inevitable y relativamente insignificante, en comparación con aquella lucha titánica entre una sociedad nueva que surgía y otra vieja que se derrumbaba. Y aún menos se parecía al vandalismo de un Haussman, que arrasó el París histórico, para dejar sitio al París de los ociosos.
Pero, ¿y la ejecución por la Comuna de los sesenta y cuatro rehenes, con el arzobispo de París a la cabeza? La burguesía y su ejército restablecieron en junio de 1848 una costumbre que había desaparecido desde hacía largo tiempo de las prácticas guerreras: la de fusilar a sus prisioneros indefensos. Desde entonces, esta costumbre brutal ha encontrado la adhesión más o menos estricta de todos los aplastadores de conmociones populares en Europa y en la India, demostrando con ello que constituye un verdadero “progreso de la civilización”. Por otra parte, los prusianos restablecieron en Francia la práctica de tomar rehenes; personas inocentes a quienes se hacía responder con sus vidas de los actos de otros. Cuando Thiers, como hemos visto, puso en práctica desde el primer momento la humana costumbre de fusilar a los federales prisioneros, la Comuna, para proteger sus vidas, viose obligada a recurrir a la práctica prusiana de tomar rehenes. A estos rehenes los habían hecho ya reos de muerte repetidas veces los incesantes fusilamientos de prisioneros por las tropas versallesas. ¿Quién podía seguir guardando sus vidas después de la carnicería con que los pretorianos[26] de Mac-Mahon celebraron su entrada en París? ¿Había de convertirse también en una burla la última medida —la toma de rehenes— con que se aspiraba a contener el salvajismo desenfrenado de los gobiernos burgueses? El verdadero asesino del arzobispo Darboy es Thiers. La Comuna propuso repetidas veces el canje del arzobispo y de otro montón de clérigos por un solo prisionero, Blanqui, que Thiers tenía entonces en sus garras. Y Thiers se negó tenazmente. Sabía que con Blanqui daba a la Comuna una cabeza y que el arzobispo serviría mejor a sus fines como cadáver. Thiers seguía aquí las huellas de Cavaignac. ¿Acaso en junio de 1848 Cavaignac y sus hombres del orden no habían lanzado gritos de horror, estigmatizando a los insurrectos como asesinos del arzobispo Affre? Y ellos sabían perfectamente que el arzobispo había sido fusilado por las tropas del partido del orden[27]. El Sr. Jacquemet, vicario general del arzobispo que había asistido a la ejecución, se lo había certificado inmediatamente después de ocurrir ésta.
Todo este coro de calumnias, que el partido del orden, en sus orgías de sangre, no deja nunca de alzar contra sus víctimas, sólo demuestra que el burgués de nuestros días se considera el legítimo heredero del antiguo señor feudal, para quien todas las armas eran buenas contra los plebeyos, mientras que en manos de éstos toda arma constituía por sí sola un crimen.
La conspiración de la clase dominante para aplastar la revolución por medio de una guerra civil montada bajo el patronato del invasor extranjero —conspiración que hemos ido siguiendo desde el mismo 4 de septiembre hasta la entrada de los pretorianos de Mac-Mahon por la puerta de Saint Cloud— culminó en la carnicería de París. Bismarck se deleita ante las ruinas de París, en las que ha visto tal vez el primer paso de aquella destrucción general de las grandes ciudades que había sido su sueño dorado cuando no era más que un simple “rural” en los escaños de la Chambre introuvable prusiana de 1849[28]. Se deleita ante los cadáveres del proletariado de París. Para él, esto no es sólo el exterminio de la revolución; es además el aniquilamiento de Francia, que ahora queda decapitada de veras, y por obra del propio gobierno francés. Con la superficialidad que caracteriza a todos los estadistas afortunados, no ve más que el aspecto externo de este formidable acontecimiento histórico. ¿Cuándo había brindado la historia el espectáculo de un conquistador que coronaba su victoria convirtiéndose, no ya en el gendarme, sino en el sicario del Gobierno vencido? Entre Prusia y la Comuna de París no había guerra. Por el contrario, la Comuna había aceptado los preliminares de paz, y Prusia se había declarado neutral. Prusia no era, por tanto, beligerante. Desempeñó el papel de un matón; de un matón cobarde, puesto que no arrastraba ningún peligro; y de un matón a sueldo, porque se había estipulado de antemano que el pago de sus 500 millones teñidos de sangre no sería hecho hasta después de la caída de París. De este modo, se revelaba, por fin, el verdadero carácter de la guerra, de aquella guerra ordenada por la providencia como castigo de la impía y corrompida Francia por la muy moral y piadosa Alemania. Y esta violación sin precedente del derecho de las naciones, incluso en la interpretación de los juristas del viejo mundo, en vez de poner en pie a los gobiernos “civilizados” de Europa para declarar fuera de la ley internacional al felón gobierno prusiano, simple instrumento del gobierno de San Petersburgo, les incita únicamente a preguntarse ¡si las pocas víctimas que consiguen escapar por entre el doble cordón que rodea a París no deberán ser entregadas también al verdugo de Versalles!.
El hecho sin precedente de que en la guerra más tremenda de los tiempos modernos, el ejército vencedor y el vencido confraternicen en la matanza común del proletariado, no representa, como cree Bismarck, el aplastamiento definitivo de la nueva sociedad que avanza, sino el desmoronamiento completo de la sociedad burguesa. La empresa más heroica que aún puede acometer la vieja sociedad es la guerra nacional. Y ahora viene a demostrarse que esto no es más que una añagaza de los gobiernos destinada a aplazar la lucha de clases, y de la que se prescinde tan pronto como esta lucha estalla en forma de guerra civil. La dominación de clase ya no se puede disfrazar bajo el uniforme nacional; todos los gobiernos nacionales son uno solo contra el proletariado.
Después del domingo de Pentecostés de 1871, ya no puede haber paz ni tregua posible entre los obreros de Francia y los que se apropian el producto de su trabajo. El puño de hierro de la soldadesca mercenaria podrá tener sujetas, durante cierto tiempo, a estas dos clases, pero la lucha volverá a estallar una y otra vez en proporciones crecientes. No puede caber duda sobre quién será a la postre el vencedor: si los pocos que viven del trabajo ajeno o la inmensa mayoría que trabaja. Y la clase obrera francesa no es más que la vanguardia del proletariado moderno.
Los gobiernos de Europa, mientras atestiguan así, ante París, el carácter internacional de su dominación de clase, braman contra la Asociación Internacional de los Trabajadores —la contraorganización internacional del trabajo frente a la conspiración cosmopolita del capital—, como la fuente principal de todos estos desastres. Thiers la denunció como déspota del trabajo que pretende ser su libertador. Picard ordenó que se cortasen todos los enlaces entre los internacionales franceses y los del extranjero. El conde de Jaubert, una momia que fue cómplice de Thiers en 1835, declara que el exterminio de la Internacional es el gran problema de todos los gobiernos civilizados. Los “rurales” braman contra ella, y la prensa europea se agrega unánimemente al coro. Un escritor francés[***] honrado, absolutamente ajeno a nuestra Asociación, se expresa en los siguientes términos:
“Los miembros del Comité Central de la Guardia Nacional, así como la mayor parte de los miembros de la Comuna, son las cabezas más activas, inteligentes y enérgicas de la Asociación Internacional de los Trabajadores... Hombres absolutamente honrados, sinceros, inteligentes, abnegados, puros y fanáticos en el buen sentido de la palabra”.
Naturalmente, las cabezas burguesas, con su contextura policíaca, se representan a la Asociación Internacional de los Trabajadores como una especie de conspiración secreta con un organismo central que ordena de vez en cuando explosiones en diferentes países. En realidad, nuestra Asociación no es más que el lazo internacional que une a los obreros más avanzados de los diversos países del mundo civilizado. Dondequiera que la lucha de clases alcance cierta consistencia, sean cuales fueran la forma y las condiciones en que el hecho se produzca, es lógico que los miembros de nuestra Asociación aparezcan en la vanguardia. El terreno de donde brota nuestra Asociación es la propia sociedad moderna. No es posible exterminarla, por grande que sea la carnicería. Para hacerlo, los gobiernos tendrían que exterminar el despotismo del capital sobre el trabajo, base de su propia existencia parasitaria.
El París de los obreros, con su Comuna, será eternamente ensalzado como heraldo glorioso de una nueva sociedad. Sus mártires tienen su santuario en el gran corazón de la clase obrera. Y a sus exterminadores la historia los ha clavado ya en una picota eterna, de la que no lograrán redimirlos todas las preces de su clerigalla.
30 de mayo de 1871.



[*] La vil muchedumbre. (N. de la Edit.)
[†] Por decreto del pueblo. (N. de la Edit.)
[‡] Leo Frankel. (N. de la Edit.)
[§] J. Drombrowski y W. Wróblewski. (N. de la Edit.)
[**] El barón de Haussmann fue, durante el Segundo Imperio, prefecto del departamento del Sena, es decir, de la ciudad de París. Realizó una serie de obras para modificar el plano de París, con el fin de facilitar la lucha contra las insurrecciones de los obreros. (Nota para la traducción rusa de 1905 publicada bajo la redacción de V. Lenin).
[††] Blanchet. (N. de la Edit.)
[‡‡] Frontón donde la Asamblea Nacional de 1789 adoptó su célebre decisión. (Nota de Engels a la edición alemana de 1871).
[§§] Confidentes. (N. de la Edit.)
[***] Por lo visto Robinet. (N. de la Edit.)


[1] Investidura, sistema de nombramiento de cargos, que se distingue por la completa dependencia de quienes se encuentran en un peldaño inferior de la escala jerárquica respecto de los superiores.
[2] Los girondinos formaban en el período de la revolución burguesa francesa de fines del siglo XVIII el partido de la gran burguesía (debían su nombre al departamento de la Gironda), que, so pretexto de defensa del derecho de los departamentos a la autonomía y la federación, se oponía al Gobierno jacobino y a las masas revolucionarias que lo apoyaban.
[3] “Kladderadatsch”, revista satírica ilustrada semanal, se publicó en Berlín desde 1848.
[4] “Punch, or the London Charivari” (“El Títere o la cercenada de Londres”), revista semanal satírica inglesa de orientación liberal-burguesa, se publica en Londres desde 1841.
[5] Se alude al decreto de la Comuna de París del 16 de abril de 1871 prorrogando por tres años los pagos de las deudas y aboliendo el pago de interés por ellas.
[6] Marx se refiere al acuerdo del 22 de agosto de 1848 de la Asamblea Constituyente de rechazar el proyecto de ley de “acuerdos amistosos”, en el que se preveía el aplazamiento de los pagos de las deudas. Como consecuencia de ello, una parte considerable de la pequeña burguesía se arruinó completamente y se vio en manos de los acreedores, es decir, de la gran burguesía.
[7] Los Frères ignorantins (“Frailes ignorantes”), nombre despectivo de una orden religiosa surgida en 1680, en Reims, se comprometían a dedicarse a la enseñanza de los niños pobres. En las escuelas de la orden se daba, principalmente, una educación religiosa, siendo muy escasa la enseñanza de otras ramas del saber.
[8] La Unión Republicana de los Departamentos, organización política integrada por elementos de la pequeña burguesía oriundos de las distintas regiones de Francia y domiciliados en París, llamaba a la lucha contra el Gobierno de Versalles y la Asamblea Nacional monárquica y predicaba el apoyo a la Comuna de París en todos los departamentos.
[9] Marx se refiere a la ley del 27 de abril de 1825 acerca del pago de indemnización a los antiguos emigrados por las fincas que habían sido confiscadas durante la revolución burguesa francesa.
[10] La Columna de Vendôme fue levantada en París, en los años de 1806-1810, para conmemorar las victorias de la Francia napoleónica. Hecha del bronce de los cañones capturados al enemigo, estaba coronada por una estatua de Napoleón. El 16 de mayo de 1871, por decreto de la Comuna de París, la columna fue derribada.
[11] En el convento de monjas de Picpus fueron descubiertos casos de reclusión de monjas en celdas durante largos años; se hallaron igualmente instrumentos de tortura; en la iglesia de Saint-Laurent se descubrió un cementerio clandestino, prueba de asesinatos perpetrados. La Comuna hizo públicos estos hechos en el periódico “Mot d'Ordre” (“La Consigna”) el 5 de mayo de 1871, así como en el folleto “Les Crimes des congrégations religieuses” (“Los crímenes de las congregaciones religiosas”).
[12] La principal ocupación de los prisioneros franceses en Wilhelmshöhe era hacer cigarrillos para consumo propio.
[13] Los absentistas (de la palabra absent, ausente), grandes propietarios de tierras que no solían vivir en sus fincas, empleaban administradores rurales para gobernarlas o las entregaban en arriendo a especuladores intermediarios, los cuales, a su vez, las entregaban en subarriendo en condiciones leoninas a pequeños arrendatarios
[14] El 9 de julio de 1789, la Asamblea Nacional de Francia se proclamó Asamblea Constituyente y llevó a cabo las primeras transformaciones antiabsolutistas y antifeudales.
[15] Franc-fileurs (literalmente “libres fugitivos”), mote puesto a los burgueses parisinos que huían de la ciudad durante el asedio. Le daba un carácter irónico al mote su analogía a la palabra franc-tireur (libre tirador), nombre de los guerrilleros franceses, participantes activos en la lucha contra los prusianos.
[16] Coblenza, ciudad de Alemania. Durante la revolución burguesa de Francia de fines del siglo XVIII fue centro de la emigración de la nobleza monárquica y de preparación de la intervención contra la Francia revolucionaria. En Coblenza se hallaba el Gobierno emigrado encabezado por de Calonne, reaccionario furibundo, ex ministro de Luis XVI.
[17] Chuanes, denominación que habían dado los comuneros a un destacamento monárquico del ejército de Versalles, reclutado en Bretaña, por analogía con los participantes de la rebelión contrarrevolucionaria en el Noroeste de Francia, en tiempo de la revolución burguesa francesa de fines del siglo XVIII.
[18] Poco después del 18 de marzo de 1871, estallaron en Lyon y Marsella movimientos revolucionarios cuyo fin era proclamar la Comuna. Ambos movimientos fueron aplastados cruelmente por el gobierno de Thiers.
[19] Con arreglo a la ley de procedimiento de los tribunales de guerra, sometida por Dufaure al examen de la Asamblea Nacional, los procesos judiciales y las sentencias debían cumplirse en 48 horas.
[20] Se alude al tratado comercial firmado por Inglaterra y Francia el 23 de enero de 1860, en el que ésta renunciaba a la política arancelaria prohibitiva y la sustituía con derechos aduaneros. El tratado tuvo como consecuencia el vertical incremento de la competencia en el mercado interior de Francia debido al aflujo de mercancías de Inglaterra, provocando el descontento de los industriales franceses.
[21] Trátase del ambiente de terror y de represiones sangrientas en la Antigua Roma en las distintas etapas de la crisis de la República esclavista de Roma en el siglo I a. de n. e. La dictadura de Sila (años 82-79 a. de n. e.). El primer y segundo triunviratos de Roma (años 60-53 y 43-36 a. de n. e.) fueron dictaduras de los caudillos romanos Pompeyo, César y Craso, en el primer caso, y Octavio, Marco Antonio y Lépido, en el segundo.
[22] “Journal de París” (“Periódico de París”), diario de orientación monárquico-orleanista, se publicó en París desde 1867.
[23] Megera: según la mitología de la Grecia antigua, una de las tres furias, personificación de la ira y la envidia; en el sentido figurado, mujer gruñona y mala.
[24] Hécate: diosa de la luz lunar según la mitología de la Grecia antigua; tenía tres cabezas y tres cuerpos, señora de los demonios y fantasmas terribles del mundo subterráneo de los muertos, diosa del mal y de los hechiceros.
[25] En agosto de 1814, durante la guerra entre Inglaterra y los EE.UU., las tropas británicas, al apoderarse de Washington, incendiaron el Capitolio (el edificio del Congreso), la Casa Blanca y otros edificios públicos de la capital.
En octubre de 1860, durante la guerra de Inglaterra y Francia contra China, las tropas anglo-francesas saquearon e incendiaron el palacio de verano en las proximidades de Pekín, riquísimo conjunto de monumentos de arquitectura y arte chinos.
[26] En la Antigua Roma, los pretorianos constituían la guardia personal privilegiada del caudillo o del emperador; los pretorianos participaban constantemente en las rebeliones y solían poner en el trono a sus protegidos. La palabra “pretorianos” pasó luego a simbolizar la arbitrariedad de los militares mercenarios.
[27] El partido del orden, partido de la gran burguesía conservadora, surgió en 1848 y era una coalición de dos minorías monárquicas de Francia: los legitimistas y los orleanistas; desde 1849 hasta el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851 tenía una situación dirigente en la Asamblea Legislativa de la Segunda República.
[28] Marx llama a la Cámara de los Diputados prusiana “Chambre introuvable” (“Cámara inefable”) por analogía con la Cámara francesa. La Asamblea elegida en enero-febrero de 1849 constaba de la privilegiada “Cámara de los Señores” aristócrata y la segunda Cámara, cuyos componentes eran elegidos en dos turnos únicamente por los llamados “prusianos independientes”. Bismarck, elegido a la segunda Cámara, era en ella uno de los líderes del grupo junker de la extrema derecha.

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