EN EL 147 ANIVERSARIO DE LA COMUNA DE PARÍS
Con motivo de un nuevo aniversario de la Comuna de
Paris, reproducimos los Capítulos III y IV del trabajo de Carlos Marx, La Guerra Civil en Francia, que
invitamos a nuestros lectores a estudiar completo en estos días. Por un lado,
para conocer la iniciativa histórica de los obreros parisinos que sentaron las
bases del nuevo tipo de Estado necesario para la abolición de la esclavitud
asalariada y, por otro, como parte de la celebración del bicentenario del
nacimiento del hombre más influyente en la historia universal; el gigante que vivirá a través de los siglos, y cuya
obra sigue constituyendo la fuente imperecedera de la lucha de la clase obrera
por su emancipación.
“En vez de decidir una vez cada tres o seis años qué miembros de la clase dominante han de representar y aplastar al pueblo en el parlamento, el sufragio universal habría de servir al pueblo organizado en comunas, como el sufragio individual sirve a los patronos que buscan obreros y administradores para sus negocios.”
Marx
LA GUERRA CIVIL EN FRANCIA
(Fragmentos)
III
Al
alborear el 18 de marzo de 1871, París se despertó entre un clamor de gritos de
“Vive la Commune!” ¿Qué es la Comuna, esa esfinge que tanto atormenta
los espíritus burgueses?
“Los
proletarios de París —decía el Comité Central en su manifiesto del 18 de
marzo—, en medio de los fracasos y las traiciones de las clases dominantes, se
han dado cuenta de que ha llegado la hora de salvar la situación tomando en sus
manos la dirección de los asuntos públicos... Han comprendido que es su deber
imperioso y su derecho indiscutible hacerse dueños de sus propios destinos,
tomando el poder”.
Pero la
clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del
Estado tal y como está y servirse de ella para sus propios fines.
El poder
estatal centralizado, con sus órganos omnipotentes: el ejército permanente, la
policía, la burocracia, el clero y la magistratura —órganos creados con arreglo
a un plan de división sistemática y jerárquica del trabajo—, procede de los
tiempos de la monarquía absoluta y sirvió a la naciente sociedad burguesa como
un arma poderosa en sus luchas contra el feudalismo. Sin embargo, su desarrollo
se veía entorpecido por toda la basura medieval: derechos señoriales,
privilegios locales, monopolios municipales y gremiales, códigos provinciales.
La escoba gigantesca de la revolución francesa del siglo XVIII barrió todas
estas reliquias de tiempos pasados, limpiando así, al mismo tiempo, el suelo de
la sociedad de los últimos obstáculos que se alzaban ante la superestructura
del edificio del Estado moderno, erigido bajo el Primer Imperio, que, a su vez,
era el fruto de las guerras de coalición de la vieja Europa semifeudal contra
la moderna Francia. Durante los regímenes siguientes, el gobierno, colocado
bajo el control del parlamento —es decir, bajo el control directo de las clases
poseedoras—, no sólo se convirtió en un vivero de enormes deudas nacionales y
de impuestos agobiadores, sino que, con la seducción irresistible de sus
cargos, momios y empleos, acabó siendo la manzana de la discordia entre las
fracciones rivales y los aventureros de las clases dominantes; por otra parte,
su carácter político cambiaba simultáneamente con los cambios económicos
operados en la sociedad. Al paso que los progresos de la moderna industria
desarrollaban, ensanchaban y profundizaban el antagonismo de clase entre el
capital y el trabajo, el poder del Estado fue adquiriendo cada vez más el
carácter de poder nacional del capital sobre el trabajo, de fuerza pública
organizada para la esclavización social, de máquina del despotismo de clase.
Después de cada revolución, que marca un paso adelante en la lucha de clases,
se acusa con rasgos cada vez más destacados el carácter puramente represivo del
poder del Estado. La revolución de 1830, al traducirse en el paso del gobierno
de manos de los terratenientes a manos de los capitalistas, lo que hizo fue
transferirlo de los enemigos más remotos a los enemigos más directos de la
clase obrera. Los republicanos burgueses, que se adueñaron del poder del Estado
en nombre de la revolución de febrero, lo usaron para las matanzas de junio,
para probar a la clase obrera que la república “social” es la república que
asegura su sumisión social y para convencer a la masa monárquica de los
burgueses y terratenientes de que pueden dejar sin peligro los cuidados y los
gajes del gobierno a los “republicanos” burgueses. Sin embargo, después de su
primera y heroica hazaña de junio, los republicanos burgueses tuvieron que
pasar de la cabeza a la cola del partido del orden, coalición formada por todas
las fracciones y facciones rivales de la clase apropiadora, en su antagonismo,
ahora franco y manifiesto, contra las clases productoras. La forma más adecuada
para este gobierno conjunto era la república parlamentaria, con Luis
Bonaparte por presidente. Fue éste un régimen de franco terrorismo de clase y
de insulto deliberado contra la vile multitude[*].
Si la república parlamentaria, como decía el señor Thiers, era “la que menos
les dividía” (a las diversas fracciones de la clase dominante), en cambio abría
un abismo entre esta clase y el conjunto de la sociedad situado fuera de sus
escasas filas. Su unión venía a eliminar las restricciones que sus discordias
imponían al poder del Estado bajo regímenes anteriores, y, ante la amenaza de
un alzamiento del proletariado, se sirvieron del poder del Estado, sin piedad y
con ostentación, como de una máquina nacional de guerra del capital contra el
trabajo. Pero esta cruzada ininterrumpida contra las masas productoras les
obligaba, no sólo a revestir al poder ejecutivo de facultades de represión cada
vez mayores, sino, al mismo tiempo, a despojar a su propio baluarte
parlamentario —la Asamblea Nacional—, uno por uno, de todos sus medios de
defensa contra el poder ejecutivo. Hasta que éste, en la persona de Luis
Bonaparte, les dio un puntapié. El fruto natural de la república del partido
del orden fue el Segundo Imperio.
El
Imperio, con el golpe de Estado
por fe de bautismo, el sufragio universal por sanción y la espada por cetro,
declaraba apoyarse en los campesinos, amplia masa de productores no envuelta
directamente en la lucha entre el capital y el trabajo. Decía que salvaba a la
clase obrera destruyendo el parlamentarismo y, con él, la descarada sumisión
del Gobierno a las clases poseedoras. Decía que salvaba a las clases poseedoras
manteniendo en pie su supremacía económica sobre la clase obrera; y finalmente,
pretendía unir a todas las clases, al resucitar para todos la quimera de la
gloria nacional. En realidad, era la única forma de gobierno posible, en un
momento en que la burguesía había perdido ya la facultad de gobernar el país y
la clase obrera no la había adquirido aún. El Imperio fue aclamado de un
extremo a otro del mundo como el salvador de la sociedad. Bajo su égida, la
sociedad burguesa, libre de preocupaciones políticas, alcanzó un desarrollo que
ni ella misma esperaba. Su industria y su comercio cobraron proporciones
gigantescas; la especulación financiera celebró orgías cosmopolitas; la miseria
de las masas se destacaba sobre la ostentación desvergonzada de un lujo
suntuoso, falso y envilecido. El poder del Estado, que aparentemente flotaba
por encima de la sociedad, era, en realidad, el mayor escándalo de ella y el
auténtico vivero de todas sus corrupciones. Su podredumbre y la podredumbre de
la sociedad a la que había sacado a flote, fueron puestas al desnudo por la
bayoneta de Prusia, que ardía a su vez en deseos de trasladar la sede suprema
de este régimen de París a Berlín. El imperialismo es la forma más prostituida
y al mismo tiempo la forma última de aquel poder estatal que la sociedad burguesa
naciente había comenzado a crear como medio para emanciparse del feudalismo y
que la sociedad burguesa adulta acabó transformando en un medio para la
esclavización del trabajo por el capital.
La
antítesis directa del Imperio era la Comuna. El grito de “república social”,
con que la revolución de febrero fue anunciada por el proletariado de París, no
expresaba más que el vago anhelo de una república que no acabase sólo con la
forma monárquica de la dominación de clase, sino con la propia dominación de
clase. La Comuna era la forma positiva de esta república.
París,
sede central del viejo poder gubernamental y, al mismo tiempo, baluarte social
de la clase obrera de Francia, se había levantado en armas contra el intento de
Thiers y los “rurales” de restaurar y perpetuar aquel viejo poder que les había
sido legado por el Imperio. Y si París pudo resistir fue únicamente porque, a
consecuencia del asedio, se había deshecho del ejército, sustituyéndolo por una
Guardia Nacional, cuyo principal contingente lo formaban los obreros. Ahora se
trataba de convertir este hecho en una institución duradera. Por eso, el primer
decreto de la Comuna fue para suprimir el ejército permanente y sustituirlo por
el pueblo armado.
La Comuna
estaba formada por los consejeros municipales elegidos por sufragio universal
en los diversos distritos de la ciudad. Eran responsables y revocables en todo
momento. La mayoría de sus miembros eran, naturalmente, obreros o
representantes reconocidos de la clase obrera. La Comuna no había de ser un
organismo parlamentario, sino una corporación de trabajo, ejecutiva y
legislativa al mismo tiempo. En vez de continuar siendo un instrumento del
gobierno central, la policía fue despojada inmediatamente de sus atributos
políticos y convertida en instrumento de la Comuna, responsable ante ella y
revocable en todo momento. Lo mismo se hizo con los funcionarios de las demás
ramas de la administración. Desde los miembros de la Comuna para abajo, todos
los que desempeñaban cargos públicos debían desempeñarlos con salarios de
obreros. Los intereses creados y los gastos de representación de los altos
dignatarios del Estado desaparecieron con los altos dignatarios mismos. Los
cargos públicos dejaron de ser propiedad derivada de los testaferros del
gobierno central. En manos de la Comuna se pusieron no solamente la
administración municipal, sino toda la iniciativa llevada hasta entonces por el
Estado.
Una vez
suprimidos el ejército permanente y la policía, que eran los elementos de la
fuerza física del antiguo gobierno, la Comuna tomó medidas inmediatamente para
destruir la fuerza espiritual de represión, el “poder de los curas”, decretando
la separación de la Iglesia del Estado y la expropiación de todas las iglesias
como corporaciones poseedoras. Los curas fueron devueltos al retiro de la vida
privada, a vivir de las limosnas de los fieles, como sus antecesores, los
apóstoles. Todas las instituciones de enseñanza fueron abiertas gratuitamente
al pueblo y al mismo tiempo emancipadas de toda intromisión de la Iglesia y del
Estado. Así, no sólo se ponía la enseñanza al alcance de todos, sino que la
propia ciencia se redimía de las trabas a que la tenían sujeta los prejuicios
de clase y el poder del gobierno.
Los
funcionarios judiciales debían perder aquella fingida independencia que sólo
había servido para disfrazar su abyecta sumisión a los sucesivos gobiernos,
ante los cuales iban prestando y violando, sucesivamente, el juramento de
fidelidad. Igual que los demás funcionarios públicos, los magistrados y los
jueces habían de ser funcionarios electivos, responsables y revocables.
Como es
lógico, la Comuna de París había de servir de modelo a todos los grandes
centros industriales de Francia. Una vez establecido en París y en los centros
secundarios el régimen de la Comuna, el antiguo Gobierno centralizado tendría
que dejar paso también en provincias al gobierno de los productores por los
productores. En el breve esbozo de organización nacional que la Comuna no tuvo
tiempo de desarrollar, se dice claramente que la Comuna habría de ser la forma
política que revistiese hasta la aldea más pequeña del país y que en los
distritos rurales el ejército permanente habría de ser remplazado por una
milicia popular, con un plazo de servicio extraordinariamente corto. Las
comunas rurales de cada distrito administrarían sus asuntos colectivos por
medio de una asamblea de delegados en la capital del distrito correspondiente y
estas asambleas, a su vez, enviarían diputados a la Asamblea Nacional de
delegados de París, entendiéndose que todos los delegados serían revocables en
todo momento y se hallarían obligados por el mandato imperativo (instrucciones)
de sus electores. Las pocas, pero importantes funciones que aún quedarían para
un Gobierno central no se suprimirían, como se ha dicho, falseando de intento
la verdad, sino que serían desempeñadas por agentes comunales y, por tanto,
estrictamente responsables. No se trataba de destruir la unidad de la nación,
sino por el contrario, de organizarla mediante un régimen comunal,
convirtiéndola en una realidad al destruir el poder del Estado, que pretendía
ser la encarnación de aquella unidad, independiente y situado por encima de la
nación misma, en cuyo cuerpo no era más que una excrecencia parasitaria.
Mientras que los órganos puramente represivos del viejo poder estatal habían de
ser amputados, sus funciones legítimas habían de ser arrancadas a una autoridad
que usurpaba una posición preeminente sobre la sociedad misma, para restituirla
a los servidores responsables de esta sociedad. En vez de decidir una vez cada
tres o seis años qué miembros de la clase dominante han de representar y
aplastar al pueblo en el parlamento, el sufragio universal habría de servir al
pueblo organizado en comunas, como el sufragio individual sirve a los patronos
que buscan obreros y administradores para sus negocios. Y es bien sabido que lo
mismo las compañías que los particulares, cuando se trata de negocios saben
generalmente colocar a cada hombre en el puesto que le corresponde y, si alguna
vez se equivocan, reparan su error con presteza. Por otra parte, nada podía ser
más ajeno al espíritu de la Comuna que sustituir el sufragio universal por una
investidura jerárquica[1].
Generalmente,
las creaciones históricas completamente nuevas están destinadas a que se las tome
por una reproducción de formas viejas e incluso difuntas de la vida social, con
las cuales pueden presentar cierta semejanza. Así, esta nueva Comuna, que viene
a destruir el poder estatal moderno, se ha confundido con una reproducción de
las comunas medievales, que primero precedieron a ese mismo Estado y luego le
sirvieron de base. El régimen de la Comuna se ha tomado erróneamente por un
intento de fraccionar en una federación de pequeños Estados, como la soñaban
Montesquieu y los girondinos[2],
esa unidad de las grandes naciones que, si bien en sus orígenes fue instaurada
por la violencia, hoy se ha convertido en un factor poderoso de la producción
social. El antagonismo entre la Comuna y el poder del Estado se ha presentado
equivocadamente como una forma exagerada de la vieja lucha contra el excesivo
centralismo. Circunstancias históricas peculiares pueden en otros países haber
impedido el desarrollo clásico de la forma burguesa de gobierno al modo francés
y haber permitido, como en Inglaterra, completar en la ciudad los grandes
órganos centrales del Estado con asambleas parroquiales (vestries)
corrompidas, concejales concusionarios y feroces administradores de la
beneficencia, y, en el campo, con jueces virtualmente hereditarios. El régimen de
la Comuna habría devuelto al organismo social todas las fuerzas que hasta
entonces venía absorbiendo el Estado parásito, que se nutre a expensas de la
sociedad y entorpece su libre movimiento. Con este sólo hecho habría iniciado
la regeneración de Francia. La burguesía provinciana de Francia veía en la
Comuna un intento para restaurar el predominio que ella había ejercido sobre el
campo bajo Luis Felipe y que, bajo Luis Napoleón, había sido suplantado por el
supuesto predominio del campo sobre la ciudad. En realidad, el régimen de la
Comuna colocaba a los productores del campo bajo la dirección ideológica de las
capitales de sus distritos, ofreciéndoles aquí, en los obreros de la ciudad,
los representantes naturales de sus intereses. La sola existencia de la Comuna
implicaba, como algo evidente, un régimen de autonomía local, pero ya no como
contrapeso a un poder estatal que ahora era superfluo. Sólo en la cabeza de un
Bismarck, que, cuando no está metido en sus intrigas de sangre y hierro, gusta
de volver a su antigua ocupación, que tan bien cuadra a su calibre mental, de colaborador
del “Kladderadatsch”[3] (el
“Punch”[4] de
Berlín), sólo en una cabeza como ésa podía caber el achacar a la Comuna de
París la aspiración de reproducir aquella caricatura de la organización
municipal francesa de 1791 que es la organización municipal de Prusia, donde la
administración de las ciudades queda rebajada al papel de simple engranaje
secundario de la maquinaria policíaca del Estado prusiano. La Comuna convirtió
en una realidad ese tópico de todas las revoluciones burguesas, que es “un
Gobierno barato”, al destruir las dos grandes fuentes de gastos: el ejército
permanente y la burocracia del Estado. Su sola existencia presuponía la no
existencia de la monarquía que, en Europa al menos, es el lastre normal y el
disfraz indispensable de la dominación de clase. La Comuna dotó a la república
de una base de instituciones realmente democráticas. Pero, ni el gobierno
barato, ni la “verdadera república” constituían su meta final; no eran más que
fenómenos concomitantes.
La
variedad de interpretaciones a que ha sido sometida la Comuna y la variedad de
intereses que la han interpretado a su favor, demuestran que era una forma
política perfectamente flexible, a diferencia de las formas anteriores de
gobierno, que habían sido todas fundamentalmente represivas. He aquí su
verdadero secreto: la Comuna era, esencialmente, un gobierno de la clase
obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora,
la forma política al fin descubierta para llevar a cabo dentro de ella la
emancipación económica del trabajo.
Sin esta
última condición, el régimen de la Comuna habría sido una imposibilidad y una
impostura. La dominación política de los productores es incompatible con la
perpetuación de su esclavitud social. Por tanto, la Comuna había de servir de
palanca para extirpar los cimientos económicos sobre los que descansa la
existencia de las clases y, por consiguiente, la dominación de clase.
Emancipado el trabajo, todo hombre se convierte en trabajador, y el trabajo
productivo deja de ser un atributo de clase.
Es un
hecho extraño. A pesar de todo lo que se ha hablado y se ha escrito con tanta
profusión, durante los últimos sesenta años, acerca de la emancipación del
trabajo, apenas en algún sitio los obreros toman resueltamente la cosa en sus
manos, vuelve a resonar de pronto toda la fraseología apologética de los
portavoces de la sociedad actual, con sus dos polos de capital y esclavitud
asalariada (hoy, el terrateniente no es más que el socio comanditario del
capitalista), como si la sociedad capitalista se hallase todavía en su estado
más puro de inocencia virginal, con sus antagonismos todavía en germen, con sus
engaños todavía encubiertos, con sus prostituidas realidades todavía sin
desnudar. ¡La Comuna, exclaman, pretende abolir la propiedad, base de toda
civilización! Sí, caballeros, la Comuna pretendía abolir esa propiedad de clase
que convierte el trabajo de muchos en la riqueza de unos pocos. La Comuna
aspiraba a la expropiación de los expropiadores. Quería convertir la propiedad
individual en una realidad, transformando los medios de producción, la tierra y
el capital, que hoy son fundamentalmente medios de esclavización y de
explotación del trabajo, en simples instrumentos de trabajo libre y asociado.
¡Pero eso es el comunismo, el “irrealizable” comunismo! Sin embargo, los
individuos de las clases dominantes que son lo bastante inteligentes para darse
cuenta de la imposibilidad de que el actual sistema continúe —y no son pocos—
se han erigido en los apóstoles molestos y chillones de la producción
cooperativa. Ahora bien, si la producción cooperativa ha de ser algo más que
una impostura y un engaño; si ha de substituir al sistema capitalista; si las sociedades
cooperativas unidas han de regular la producción nacional con arreglo a un plan
común, tomándola bajo su control y poniendo fin a la constante anarquía y a las
convulsiones periódicas, consecuencias inevitables de la producción
capitalista, ¿qué será eso entonces, caballeros, más que comunismo, comunismo
“realizable”?
La clase
obrera no esperaba de la Comuna ningún milagro. Los obreros no tienen ninguna
utopía lista para implantarla par décret du peuple[†].
Saben que para conseguir su propia emancipación, y con ella esa forma superior
de vida hacia la que tiende irresistiblemente la sociedad actual por su propio
desarrollo económico, tendrán que pasar por largas luchas, por toda una serie
de procesos históricos, que transformarán las circunstancias y los hombres.
Ellos no tienen que realizar ningunos ideales, sino simplemente dar suelta a
los elementos de la nueva sociedad que la vieja sociedad burguesa agonizante
lleva en su seno. Plenamente consciente de su misión histórica y heroicamente
resuelta a obrar con arreglo a ella, la clase obrera puede mofarse de las
burdas invectivas de los lacayos de la pluma y de la protección pedantesca de
los doctrinarios burgueses bien intencionados, que vierten sus ignorantes
vulgaridades y sus fantasías sectarias con un tono sibilino de infalibilidad
científica.
Cuando la
Comuna de París tomó en sus propias manos la dirección de la revolución;
cuando, por primera vez en la historia, los simples obreros se atrevieron a
violar el monopolio de gobierno de sus “superiores naturales”, y, en
circunstancias de una dificultad sin precedente, realizaron su labor de un modo
modesto, concienzudo y eficaz, con sueldos el más alto de los cuales apenas
representaba una quinta parte de la suma que según una alta autoridad científica
es el sueldo mínimo del secretario de un consejo escolar de Londres, el viejo
mundo se retorció en convulsiones de rabia ante el espectáculo de la Bandera
Roja, símbolo de la República del Trabajo, ondeando sobre el Hôtel de Ville.
Y, sin
embargo, era ésta la primera revolución en que la clase obrera fue abiertamente
reconocida como la única clase capaz de iniciativa social incluso por la gran
masa de la clase media parisina —tenderos, artesanos, comerciantes—, con la
sola excepción de los capitalistas ricos. La Comuna los salvó, mediante una
sagaz solución de la constante fuente de discordias dentro de la misma clase
media: el conflicto entre acreedores y deudores[5].
Estos mismos elementos de la clase media, después de haber colaborado en el
aplastamiento de la insurrección obrera de junio de 1848, habían sido
sacrificados sin miramiento a sus acreedores por la Asamblea Constituyente de
entonces[6].
Pero no fue éste el único motivo que les llevó a apretar sus filas en torno a
la clase obrera. Sentían que había que escoger entre la Comuna y el Imperio,
cualquiera que fuese el rótulo bajo el que éste resucitase. El Imperio los
había arruinado económicamente con su dilapidación de la riqueza pública, con
las grandes estafas financieras que fomentó y con el apoyo prestado a la
centralización artificialmente acelerada del capital, que suponía la
expropiación de muchos de sus componentes. Los había suprimido políticamente, y
los había irritado moralmente con sus orgías; había herido su volterianismo al
confiar la educación de sus hijos a los frères ignorantins[7], y
había sublevado su sentimiento nacional de franceses al lanzarlos
precipitadamente a una guerra que sólo ofreció una compensación para todos los
desastres que había causado: la caída del Imperio. En efecto, tan pronto huyó
de París la alta bohème bonapartista y capitalista, el auténtico partido
del orden de la clase media surgió bajo la forma de Unión Republicana[8],
se colocó bajo la bandera de la Comuna y se puso a defenderla contra las
desfiguraciones malévolas de Thiers. El tiempo dirá si la gratitud de esta gran
masa de la clase media va a resistir las duras pruebas de estos momentos.
La Comuna
tenía toda la razón, cuando decía a los campesinos: “Nuestro triunfo es vuestra
única esperanza”. De todas las mentiras incubadas en Versalles y difundidas por
los ilustres mercenarios de la prensa europea, una de las más tremendas era la
de que los “rurales” representaban al campesinado francés. ¡Figuraos el amor
que sentirían los campesinos de Francia por los hombres a quienes después de
1815 se les obligó a pagar mil millones de indemnización![9] A
los ojos del campesino francés, la sola existencia de grandes terratenientes es
ya una usurpación de sus conquistas de 1789. En 1848, la burguesía gravó su parcela
de tierra con el impuesto adicional de 45 céntimos por franco, pero entonces lo
hizo en nombre de la revolución, en cambio, ahora, fomentaba una guerra civil
en contra de la revolución, para echar sobre las espaldas de los campesinos la
carga principal de los cinco mil millones de indemnización que había que pagar
a los prusianos. En cambio, la Comuna declaraba en una de sus primeras
proclamas que las costas de la guerra habían de ser pagadas por los verdaderos
causantes de ella. La Comuna habría redimido al campesino de la contribución de
sangre, le habría dado un Gobierno barato, habría convertido a los que hoy son
sus vampiros —el notario, el abogado, el agente ejecutivo y otros dignatarios
judiciales que le chupan la sangre— en empleados comunales asalariados,
elegidos por él y responsables ante él mismo. Le habría librado de la tiranía
del guarda jurado, del gendarme y del prefecto; la ilustración por el maestro
de escuela hubiera ocupado el lugar del embrutecimiento por el cura. Y el
campesino francés es, ante todo y sobre todo, un hombre calculador. Le habría
parecido extremadamente razonable que la paga del cura, en vez de serle
arrancada a él por el recaudador de contribuciones, dependiese exclusivamente
de los sentimientos religiosos de los feligreses. Tales eran los grandes
beneficios que el régimen de la Comuna —y sólo él— brindaba como cosa inmediata
a los campesinos franceses. Huelga, por tanto, detenerse a examinar los
problemas más complicados, pero vitales, que sólo la Comuna era capaz de resolver
—y que al mismo tiempo estaba obligada a resolver—, en favor de los campesinos,
a saber: la deuda hipotecaria, que pesaba como una maldición sobre su parcela;
el proletariado del campo, que crecía constantemente, y el proceso de su
expropiación de la parcela que cultivaba, proceso cada vez más acelerado en
virtud del desarrollo de la agricultura moderna y la competencia de la
producción agrícola capitalista.
El
campesino francés eligió a Luis Bonaparte presidente de la república, pero fue
el partido del orden el que creó el Imperio. Lo que el campesino francés quería
realmente, comenzó a demostrarlo él mismo en 1849 y 1850, al oponer su alcalde
al prefecto del Gobierno, su maestro de escuela al cura del Gobierno y su
propia persona al gendarme del Gobierno. Todas las leyes promulgadas por el
partido del orden en enero y febrero de 1850 fueron medidas descaradas de
represión contra el campesino. El campesino era bonapartista porque la gran
revolución, con todos los beneficios que le había conquistado, se personificaba
para él en Napoleón. Pero esta quimera, que se iba esfumando rápidamente bajo
el Segundo Imperio (y que era, por naturaleza, contraria a los “rurales”), este
prejuicio del pasado, ¿cómo hubiera podido hacer frente a la apelación de la Comuna
a los intereses vitales y las necesidades más apremiantes de los campesinos?
Los
“rurales” —tal era, en realidad, su principal preocupación— sabían que tres
meses de libre contacto del París de la Comuna con las provincias bastarían
para desencadenar una sublevación general de campesinos; de aquí su prisa por
establecer el bloqueo policíaco de París para impedir que la epidemia se
propagase.
La Comuna
era, pues, la verdadera representación de todos los elementos sanos de la
sociedad francesa, y, por consiguiente, el auténtico gobierno nacional. Pero,
al mismo tiempo, como gobierno obrero y como campeón intrépido de la
emancipación del trabajo, era un gobierno internacional en el pleno sentido de
la palabra. Ante los ojos del ejército prusiano, que había anexionado a
Alemania dos provincias francesas, la Comuna anexionó a Francia los obreros del
mundo entero.
El
Segundo Imperio había sido el jubileo de la estafa cosmopolita; los estafadores
de todos los países habían acudido corriendo a su llamada para participar en
sus orgías y en el saqueo del pueblo francés. Y todavía hoy la mano derecha de
Thiers es Ganesco, el granuja valaco, y su mano izquierda Markovski, el espía
ruso. La Comuna concedió a todos los extranjeros el honor de morir por una
causa inmortal. Entre la guerra exterior, perdida por su traición, y la guerra
civil, fomentada por su conspiración con el invasor extranjero, la burguesía
encontraba tiempo para dar pruebas de patriotismo, organizando batidas
policíacas contra los alemanes residentes en Francia. La Comuna nombró a un
obrero alemán[‡] su
ministro del Trabajo. Thiers, la burguesía, el Segundo Imperio, habían engañado
constantemente a Polonia con ostentosas manifestaciones de simpatía, mientras
en realidad la traicionaban a los intereses de Rusia, a la que prestaban los
más sucios servicios. La Comuna honró a los heroicos hijos de Polonia[§],
colocándolos a la cabeza de los defensores de París. Y, para marcar nítidamente
la nueva era histórica que conscientemente inauguraba, la Comuna, ante los ojos
de los conquistadores prusianos de una parte, y del ejército bonapartista
mandado por generales bonapartistas, de otra, echó abajo aquel símbolo
gigantesco de la gloria guerrera que era la Columna de Vendôme[10].
La gran
medida social de la Comuna fue su propia existencia, su labor. Sus medidas
concretas no podían menos de expresar la línea de conducta de un gobierno del
pueblo por el pueblo. Entre ellas se cuentan la abolición del trabajo nocturno
para los obreros panaderos, y la prohibición, bajo penas, de la práctica
corriente entre los patronos de mermar los salarios imponiendo a sus obreros
multas bajo los más diversos pretextos, proceso éste en el que el patrono se
adjudica las funciones de legislador, juez y agente ejecutivo, y, además, se embolsa
el dinero. Otra medida de este género fue la entrega a las asociaciones
obreras, a reserva de indemnización, de todos los talleres y fábricas cerrados,
lo mismo si sus respectivos patronos habían huido que si habían optado por
parar el trabajo.
Las
medidas financieras de la Comuna, notables por su sagacidad y moderación,
hubieron de limitarse necesariamente a lo que era compatible con la situación
de una ciudad sitiada. Teniendo en cuenta el latrocinio gigantesco
desencadenado sobre la ciudad de París por las grandes empresas financieras y
los contratistas de obras bajo la tutela de Haussmann[**],
la Comuna habría tenido títulos incomparablemente mejores para confiscar sus
bienes que Luis Napoleón para confiscar los de la familia de Orleáns. Los Hohenzollern
y los oligarcas ingleses, una buena parte de cuyos bienes provenían del saqueo
de la Iglesia, pusieron naturalmente el grito en el cielo cuando la Comuna sacó
de la secularización nada más que 8.000 francos.
Mientras
el Gobierno de Versalles, apenas recobró un poco de ánimo y de fuerzas,
empleaba contra la Comuna las medidas más violentas; mientras ahogaba la libre
expresión del pensamiento por toda Francia, hasta el punto de prohibir las
asambleas de delegados de las grandes ciudades; mientras sometía a Versalles y
al resto de Francia a un espionaje que dejaba en mantillas al del Segundo
Imperio; mientras quemaba, por medio de sus inquisidores-gendarmes, todos los
periódicos publicados en París y violaba toda la correspondencia que procedía
de la capital o iba dirigida a ella; mientras en la Asamblea Nacional, los más
tímidos intentos de aventurar una palabra en favor de París eran ahogados con
unos aullidos a los que no había llegado ni la chambre introuvable de
1816; con la guerra salvaje de los versalleses fuera de París y sus tentativas
de corrupción y conspiración dentro, ¿podía la Comuna, sin traicionar
ignominiosamente su causa, guardar todas las formas y las apariencias de
liberalismo, como si gobernase en tiempos de serena paz? Si el Gobierno de la
Comuna se hubiera parecido al de Thiers, no habría habido más base para
suprimir en París los periódicos del partido del orden que para suprimir en
Versalles los periódicos de la Comuna.
Era
verdaderamente indignante para los “rurales” que, en el mismo momento en que
ellos preconizaban como único medio de salvar a Francia la vuelta al seno de la
Iglesia, la incrédula Comuna descubriera los misterios del convento de monjas
de Picpus y de la iglesia de Saint-Laurent[11].
Y era una burla para el señor Thiers que, mientras él hacía llover grandes
cruces sobre los generales bonapartistas, para premiar su maestría en el arte
de perder batallas, firmar capitulaciones y liar cigarrillos en Wilhelmshöhe[12],
la Comuna destituyera y arrestara a sus generales a la menor sospecha de
negligencia en el cumplimiento del deber. La expulsión de su seno y la
detención por la Comuna de uno de sus miembros[††],
que se había deslizado en ella bajo nombre supuesto y que en Lyon había sufrido
un arresto de seis días por simple quiebra, ¿no era un deliberado insulto para
el falsificador Julio Favre, todavía a la sazón ministro de Negocios
Extranjeros de Francia, y que seguía vendiendo su país a Bismarck y dictando
órdenes a aquel incomparable Gobierno de Bélgica? La verdad es que la Comuna no
pretendía tener el don de la infalibilidad, que se atribuían sin excepción
todos los gobiernos a la vieja usanza. Publicaba sus hechos y sus dichos y daba
a conocer al público todas sus faltas.
En todas
las revoluciones, al lado de los verdaderos revolucionarios, figuran hombres de
otra naturaleza. Algunos de ellos, supervivientes de revoluciones pasadas, que
conservan su devoción por ellas, sin visión del movimiento actual, pero dueños
todavía de su influencia sobre el pueblo, por su reconocida honradez y
valentía, o simplemente por la fuerza de la tradición; otros, simples
charlatanes que, a fuerza de repetir año tras año las mismas declamaciones
estereotipadas contra el gobierno del día, se han agenciado de contrabando una
reputación de revolucionarios de pura cepa. Después del 18 de marzo salieron
también a la superficie hombres de éstos, y en algunos casos lograron
desempeñar papeles preeminentes. En la medida en que su poder se lo permitía,
entorpecieron la verdadera acción de la clase obrera, lo mismo que otros de su
especie entorpecieron el desarrollo completo de todas las revoluciones
anteriores. Constituyen un mal inevitable; con el tiempo se les quita de en
medio; pero a la Comuna no le fue dado disponer de tiempo.
Maravilloso
en verdad fue el cambio operado por la Comuna de París. De aquel París
prostituido del Segundo Imperio no quedaba ni rastro. París ya no era el lugar
de cita de terratenientes ingleses, absentistas irlandeses[13],
ex esclavistas y rastacueros norteamericanos, ex propietarios rusos de siervos
y boyardos de Valaquia. Ya no había cadáveres en el depósito, ni asaltos
nocturnos, ni apenas hurtos; por primera vez desde los días de febrero de 1848,
se podía transitar seguro por las calles de París, y eso que no había policía
de ninguna clase.
“Ya no se
oye hablar” —decía un miembro de la Comuna— “de asesinatos, robos y atracos;
diríase que la policía se ha llevado consigo a Versalles a todos sus amigos
conservadores”.
Las
cocotas habían encontrado el rastro de sus protectores, fugitivos hombres de la
familia, de la religión y, sobre todo, de la propiedad. En su lugar, volvían a
salir a la superficie las auténticas mujeres de París, heroicas, nobles y
abnegadas como las mujeres de la antigüedad. París trabajaba y pensaba, luchaba
y daba su sangre; radiante en el entusiasmo de su iniciativa histórica,
dedicado a forjar una sociedad nueva, casi se olvidaba de los caníbales que
tenía a las puertas.
Frente a
este mundo nuevo de París, se alzaba el mundo viejo de Versalles; aquella
asamblea de legitimistas y orleanistas, vampiros de todos los regímenes
difuntos, ávidos de nutrirse de los despojos de la nación, con su cola de
republicanos antediluvianos, que sancionaban con su presencia en la Asamblea el
motín de los esclavistas, confiando el mantenimiento de su república
parlamentaria a la vanidad del viejo saltimbanqui que la presidía y
caricaturizando la revolución de 1789 con la celebración de sus reuniones de
espectros en el Jeu de Paume[‡‡][14].
Así era esta Asamblea, representación de todo lo muerto de Francia, sólo
mantenida en una apariencia de vida por los sables de los generales de Luis
Bonaparte. París, todo verdad, y Versalles, todo mentira, una mentira que salía
de los labios de Thiers.
“Les doy
a ustedes mi palabra, a la que jamás he faltado”,
dice
Thiers a una comisión de alcaldes del departamento de Seine-et-Oise. A la
Asamblea Nacional le dice que “es la Asamblea más libremente elegida y más
liberal que en Francia ha existido”; dice a su abigarrada soldadesca, que es
“la admiración del mundo y el mejor ejército que jamás ha tenido Francia”; dice
a las provincias que el bombardeo de París llevado a cabo por él es un mito:
“Si se
han disparado algunos cañonazos, no ha sido por el ejército de Versalles, sino
por algunos insurrectos empeñados en hacernos creer que luchan, cuando en
realidad no se atreven a asomar la cara”.
Poco
después, dice a las provincias que
“la
artillería de Versalles no bombardea a París, sino que simplemente lo cañonea”.
Dice al
arzobispo de París que las pretendidas ejecuciones y represalias (!) atribuidas
a las tropas de Versalles son puras mentiras. Dice a París que sólo ansía
“liberarlo de los horribles tiranos que le oprimen” y que el París de la Comuna
no es, en realidad, “más que un puñado de criminales”.
El París
de el señor Thiers no era el verdadero París de la “vil muchedumbre”, sino un
París fantasma, el París de los franc-fileurs[15],
el París masculino y femenino de los bulevares, el París rico, capitalista; el
París dorado, el París ocioso, que ahora corría en tropel a Versalles, a
Saint-Denis, a Rueil y a Saint-Germain, con sus lacayos, sus estafadores, su
bohemia literaria y sus cocotas. El París para el que la guerra civil no era
más que un agradable pasatiempo, el que veía las batallas por un anteojo de
larga vista, el que contaba los estampidos de los cañonazos y juraba por su
honor y el de sus prostitutas que aquella función era mucho mejor que las que
representaban en Porte Saint Martin. Allí, los que caían eran muertos de
verdad, los gritos de los heridos eran de verdad también, y además, ¡todo era
tan intensamente histórico!
Este es
el París del señor Thiers, como el mundo de los emigrados de Coblenza era la
Francia del señor de Calonne[16].
IV
La primera tentativa de la conspiración
de los esclavistas para sojuzgar a París logrando su ocupación por los
prusianos, fracasó ante la negativa de Bismarck. La segunda tentativa, la del
18 de marzo, acabó con la derrota del ejército y la huida a Versalles del
gobierno, que ordenó a todo el aparato administrativo que abandonase sus
puestos y le siguiese en la huida. Mediante la simulación de negociaciones de
paz con París, Thiers ganó tiempo para preparar la guerra contra él. Pero, ¿de
dónde sacar un ejército? Los restos de los regimientos de línea eran escasos en
número e inseguros en cuanto a moral. Su llamamiento apremiante a las
provincias para que acudiesen en ayuda de Versalles con sus guardias nacionales
y sus voluntarios, tropezó con una negativa en redondo. Sólo Bretaña mandó a
luchar bajo una bandera blanca a un puñado de chuanes[17],
con un corazón de Jesús en tela blanca sobre el pecho y gritando “Vive le
Roi!” (“¡Viva el rey!”). Thiers viose, por tanto, obligado a reunir a toda
prisa una turba abigarrada, compuesta por marineros, soldados de infantería de
marina, zuavos pontificios, gendarmes de Valentín y guardias municipales y mouchards[§§]
de Pietri. Pero este ejército habría sido ridículamente ineficaz sin la incorporación
de los prisioneros de guerra imperiales que Bismarck fue entregando a plazos en
cantidad suficiente para mantener viva la guerra civil y para tener al gobierno
de Versalles en abyecta dependencia con respecto a Prusia. Durante la propia
guerra, la policía versallesa tenía que vigilar al ejército de Versalles,
mientras que los gendarmes tenían que arrastrarlo a la lucha, colocándose ellos
siempre en los puestos de peligro. Los fuertes que cayeron no fueron
conquistados, sino comprados. El heroísmo de los federales convenció a Thiers
de que para vencer la resistencia de París no bastaban su genio estratégico ni
las bayonetas de que disponía.
Entretanto, sus relaciones con las
provincias hacíanse cada vez más difíciles. No llegaba un solo mensaje de
adhesión para estimular a Thiers y a sus “rurales”. Muy al contrario, llegaban
de todas partes diputaciones y mensajes pidiendo, en un tono que tenía de todo
menos de respetuoso, la reconciliación con París sobre la base del
reconocimiento inequívoco de la república, el reconocimiento de las libertades
comunales y la disolución de la Asamblea Nacional, cuyo mandato había expirado
ya. Estos mensajes afluían en tal número, que en su circular dirigida el 23 de
abril a los fiscales, Dufaure, ministro de Justicia de Thiers, les ordenaba
considerar como un crimen “el llamamiento a la conciliación”. No obstante, en
vista de las perspectivas desesperadas que se abrían ante su campaña militar,
Thiers se decidió a cambiar de táctica, ordenando que el 30 de abril se
celebrasen elecciones municipales en todo el país, sobre la base de la nueva
ley municipal dictada por él mismo a la Asamblea Nacional. Utilizando, según
los casos, las intrigas de sus prefectos y la intimidación policíaca, estaba
completamente seguro de que el resultado de la votación en provincias le
permitiría ungir a la Asamblea Nacional con aquel poder moral que jamás había
tenido, y obtener por fin de las provincias la fuerza material que necesitaba
para la conquista de París.
Thiers se preocupó desde el primer
momento en combinar su guerra de bandidaje contra París —glorificada en sus
propios boletines— y las tentativas de sus ministros para instaurar de un
extremo a otro de Francia el reinado del terror, con una pequeña comedia de
conciliación, que había de servirle para más de un fin. Trataba con ello de
engañar a las provincias, de seducir a la clase media de París y, sobre todo,
de brindar a los pretendidos republicanos de la Asamblea Nacional la
oportunidad de esconder su traición contra París detrás de su fe en Thiers. El
21 de marzo, cuando aún no disponía de un ejército, Thiers declaraba ante la
Asamblea:
“Pase lo que pase, jamás enviaré tropas
contra París”.
El 27 de marzo, intervino de nuevo para
decir:
“Me he encontrado con la república como
un hecho consumado y estoy firmemente decidido a mantenerla”.
En realidad, en Lyon y en Marsella[18]
aplastó la revolución en nombre de la república, mientras en Versalles los
bramidos de sus “rurales” ahogaban la simple mención de su nombre. Después de
esta hazaña, rebajó el “hecho consumado” a la categoría de hecho hipotético. A
los príncipes de Orleáns, que Thiers había alejado de Burdeos por precaución,
se les permitía ahora intrigar en Dreux, lo cual era una violación flagrante de
la ley. Las concesiones prometidas por Thiers, en sus interminables entrevistas
con los delegados de París y provincias aunque variaban constantemente de tono
y de color, según el tiempo y las circunstancias, se reducían siempre, en el
fondo, a la promesa de que su venganza se limitaría al “puñado de criminales
complicados en los asesinatos de Lecomte y Clément Thomas”.
Bien entendido que bajo la condición de
que París y Francia aceptasen sin reservas al señor Thiers como la mejor de las
repúblicas posibles, como él había hecho en 1830 con Luis Felipe. Pero hasta
estas mismas concesiones, no sólo se cuidaba de ponerlas en tela de juicio
mediante los comentarios oficiales que hacía a través de sus ministros en la
Asamblea, sino que, además, tenía a su Dufaure para actuar. Dufaure, viejo
abogado orleanista, había sido el poder judicial supremo de todos los estados
de sitio, lo mismo ahora, en 1871, bajo Thiers, que en 1839, bajo Luis Felipe,
y en 1849, bajo la presidencia de Luis Bonaparte. Durante su cesantía de
ministro, había reunido una fortuna defendiendo los pleitos de los capitalistas
de París y había acumulado un capital político pleiteando contra las leyes
elaboradas por él mismo. Ahora, no contento con hacer que la Asamblea Nacional
votase a toda prisa una serie de leyes de represión que, después de la caída de
París, habían de servir para extirpar los últimos vestigios de las libertades
republicanas en Francia, trazó de antemano la suerte que había de correr París,
al abreviar los trámites de los Tribunales de Guerra, que aun parecían
demasiado lentos[19], y al
presentar una nueva ley draconiana de deportación. La revolución de 1848, al
abolir la pena de muerte para los delitos políticos, la había sustituido por la
deportación. Luis Bonaparte no se atrevió, por lo menos en teoría, a
restablecer el régimen de guillotina. Y la Asamblea de los “rurales”, que aún
no se atrevían ni a insinuar que los parisinos no eran rebeldes, sino asesinos,
no tuvo más remedio que limitarse, en la venganza que preparaba contra París, a
la nueva ley de deportaciones de Dufaure. Bajo estas circunstancias, Thiers no
hubiera podido seguir representando su comedia de conciliación, si esta comedia
no hubiese arrancado, como él precisamente quería, gritos de rabia entre los
“rurales”, cuyas cabezas rumiantes no podían comprender la farsa, ni todo lo
que la farsa exigía en cuanto a hipocresía, tergiversación y dilaciones.
Ante la proximidad de las elecciones
municipales del 30 de abril, el día 27 Thiers representó una de sus grandes
escenas conciliatorias. En medio de un torrente de retórica sentimental,
exclamó desde la tribuna de la Asamblea:
“La única conspiración que hay contra la
república es la de París, que nos obliga a derramar sangre francesa. No me
cansaré de repetirlo: ¡que aquellas manos suelten las armas infames que empuñan
y el castigo se detendrá inmediatamente por un acto de paz del que sólo quedará
excluido un puñado de criminales!”
Y como los “rurales” le interrumpieran
violentamente, replicó:
“Decidme, señores, os lo suplico, si
estoy equivocado. ¿De veras deploráis que yo haya podido declarar aquí que los
criminales no son en verdad más que un puñado? ¿No es una suerte, en medio de
nuestras desgracias, que quienes fueron capaces de derramar la sangre de
Clément Thomas y del general Lecomte sólo representan raras excepciones?”
Sin embargo, Francia no dio oídos a
aquellos discursos que Thiers creía cantos de sirena parlamentaria. De los
700.000 concejales elegidos en los 35.000 municipios que aún conservaba
Francia, los legitimistas, orleanistas y bonapartistas coligados no obtuvieron
siquiera 8.000. Las diferentes votaciones complementarias arrojaron resultados
aún más hostiles. De este modo, en vez de sacar de las provincias la fuerza
material que tanto necesitaba, la Asamblea perdía hasta su último título de
fuerza moral: el de ser expresión del sufragio universal de la nación. Para
remachar la derrota, los ayuntamientos recién elegidos amenazaron a la asamblea
usurpadora de Versalles con convocar una contraasamblea en Burdeos.
Por fin había llegado para Bismarck el
tan esperado momento de lanzarse a la acción decisiva. Ordenó perentoriamente a
Thiers que mandase a Francfort plenipotenciarios para sellar definitivamente la
paz. Obedeciendo humildemente a la llamada de su señor, Thiers se apresuró a
enviar a su fiel Julio Favre, asistido por Pouyer-Quertier. Pouyer-Quertier,
“eminente” hilandero de algodón de Ruán, ferviente y hasta servil partidario
del Segundo Imperio, jamás había descubierto en éste ninguna falta, fuera de su
tratado comercial con Inglaterra[20],
atentatorio para los intereses de su propio negocio. Apenas instalado en
Burdeos como ministro de Hacienda de Thiers, denunció este “nefasto” tratado,
sugirió su pronta derogación y tuvo incluso el descaro de intentar, aunque en
vano (pues echó sus cuentas sin Bismarck), el inmediato restablecimiento de los
antiguos aranceles protectores contra Alsacia, donde, según él, no existía el
obstáculo de ningún tratado internacional anterior. Este hombre, que veía en la
contrarrevolución un medio para rebajar los salarios en Ruán, y en la entrega a
Prusia de las provincias francesas un medio para subir los precios de sus
artículos en Francia, ¿no era éste el hombre predestinado para ser
elegido por Thiers, en su última y culminante traición, como digno auxiliar de
Julio Favre?
A la llegada a Francfort de esta
magnífica pareja de plenipotenciarios, el brutal Bismarck los recibió con este
dilema categórico: “¡O la restauración del Imperio, o la aceptación sin
reservas de mis condiciones de paz!” Entre estas condiciones entraba la de
acortar los plazos en que había que pagarse la indemnización de guerra y la
prórroga de la ocupación de los fuertes de París por las tropas prusianas
mientras Bismarck no estuviese satisfecho con el estado de cosas reinante en
Francia. De este modo, Prusia era reconocida como supremo árbitro de la
política interior francesa. A cambio de esto, ofrecía soltar, para que
exterminase a París, al ejército bonapartista que tenía prisionero y prestarle
el apoyo directo de las tropas del emperador Guillermo. Como prenda de su buena
fe, se prestaba a que el pago del primer plazo de la indemnización se
subordinase a la “pacificación” de París. Huelga decir que Thiers y sus
plenipotenciarios se apresuraron a tragar esta sabrosa carnada. El tratado de
paz fue firmado por ellos el 10 de mayo y ratificado por la Asamblea de
Versalles el 18 del mismo mes.
En el intervalo entre la conclusión de
la paz y la llegada de los prisioneros bonapartistas, Thiers se creyó tanto más
obligado a reanudar su comedia de reconciliación cuanto que los republicanos,
sus instrumentos, estaban apremiantemente necesitados de un pretexto que les
permitiese cerrar los ojos a los preparativos para la carnicería de París.
Todavía el 8 de mayo contestaba a una comisión de conciliadores
pequeñoburgueses:
“Tan pronto como los insurrectos se
decidan a capitular, las puertas de París se abrirán de par en par durante una
semana para todos, con la sola excepción de los asesinos de los generales
Clément Thomas y Lecomte”.
Pocos días después, interpelado
violentamente por los “rurales” acerca de estas promesas, se negó a entrar en
ningún género de explicaciones; pero no sin hacer esta alusión significativa:
“Os digo que entre vosotros hay hombres
impacientes, hombres que tienen demasiada prisa. Que aguarden otros ocho días;
al cabo de ellos, el peligro habrá pasado y la tarea será proporcional a su
valentía y a su capacidad”.
Tan pronto como Mac-Mahon pudo
garantizarle que dentro de poco podría entrar en París, Thiers declaró ante la
Asamblea que
“entraría en París con la ley en
la mano y exigiendo una expiación cumplida a los miserables que habían
sacrificado vidas de soldados y destruido monumentos públicos”.
Al acercarse el momento decisivo, dijo
ante la Asamblea Nacional: “¡Seré implacable!”; a París, que no había salvación
para él; y a sus bandidos bonapartistas que se les daba carta blanca para
vengarse de París a discreción. Por último, cuando el 21 de mayo la traición
abrió las puertas de la ciudad al general Douay, Thiers pudo descubrir el día
22 a los “rurales” el “objetivo” de su comedia de reconciliación, que tanto se
habían obstinado en no comprender:
“Os dije hace pocos días que nos
estábamos acercando a nuestro objetivo; hoy vengo a deciros que el
objetivo está alcanzado. ¡El triunfo del orden, de la justicia y de la
civilización está conseguido por fin!”.
Así era. La civilización y la justicia
del orden burgués aparecen en todo su siniestro esplendor dondequiera que los
esclavos y los parias de este orden osan rebelarse contra sus señores. En tales
momentos, esa civilización y esa justicia se muestran como lo que son:
salvajismo descarado y venganza sin ley. Cada nueva crisis que se produce en la
lucha de clases entre los productores y los apropiadores hace resaltar este
hecho con mayor claridad. Hasta las atrocidades cometidas por la burguesía en
junio de 1848 palidecen ante la infamia indescriptible de 1871. El heroísmo
abnegado con que la población de París —hombres, mujeres y niños— luchó por
espacio de ocho días después de la entrada de los versalleses en la ciudad,
refleja la grandeza de su causa, como las hazañas infernales de la soldadesca
reflejan el espíritu innato de esa civilización de la que es el brazo vengador
y mercenario. ¡Gloriosa civilización ésta, cuyo gran problema estriba en saber
cómo desprenderse de los montones de cadáveres hechos por ella después de haber
cesado la batalla!.
Para encontrar un paralelo con la
conducta de Thiers y de sus perros de presa hay que remontarse a los tiempos de
Sila y de los dos triunviratos romanos[21].
Las mismas matanzas en masa a sangre fría; el mismo desdén, en la matanza, para
la edad y el sexo; el mismo sistema de torturar a los prisioneros; las mismas
proscripciones, pero ahora de toda una clase; la misma batida salvaje contra
los jefes escondidos, para que ni uno solo se escape; las mismas delaciones de
enemigos políticos y personales; la misma indiferencia ante la matanza de
personas completamente ajenas a la contienda. No hay más que una diferencia, y
es que los romanos no disponían de ametralladoras para despachar a los
proscritos en masa y que no actuaban “con la ley en la mano” ni con el grito de
“civilización” en los labios.
Y tras estos horrores, volvamos la vista
a otro aspecto, todavía más repugnante, de esa civilización burguesa, tal como
su propia prensa lo describe.
“Mientras a lo lejos” —escribe el
corresponsal parisino de un periódico conservador de Londres— “se oyen todavía
disparos sueltos y entre las tumbas del cementerio del Peré Lachaise agonizan
infelices heridos abandonados; mientras 6.000 insurrectos aterrados vagan en
una agonía de desesperación en el laberinto de las catacumbas y por las calles
se ven todavía infelices llevados a rastras para ser segados en montón por las
ametralladoras, resulta indignante ver los cafés llenos de bebedores de ajenjo
y de jugadores de billar y de dominó; ver cómo las mujeres del vicio deambulan
por los bulevares y oir cómo el estrépito de las orgías en los reservados de
los restaurantes distinguidos turba el silencio de la noche”.
El señor Edouard Hervé escribe en el
“Journal de París”[22],
periódico versallés suprimido por la Comuna:
“El modo cómo la población de París” (!)
“manifestó ayer su satisfacción era más que frívolo, y tememos que esto se
agrave con el tiempo. París presenta ahora un aire de día de fiesta
lamentablemente poco apropiado. Si no queremos que nos llamen los “parisinos de
la decadencia”, debemos poner término a tal estado de cosas”.
Y a continuación cita el pasaje de
Tácito:
“Y sin embargo, a la mañana siguiente de
aquella horrible batalla y aun antes de haberse terminado, Roma, degradada y
corrompida, comenzó a revolcarse de nuevo en la charca de voluptuosidad que
destruía su cuerpo y encenagaba su alma —alibi proelia et vulnera, alibi
balneae popinaeque (aquí combates y heridas, allí baños y festines)”.
El señor Hervé sólo se olvida de aclarar
que la “población de París” de que él habla es, exclusivamente, la población
del París del señor Thiers: los franc-fileurs que volvían en tropel de
Versalles, de Saint Denis, de Rueil y de Saint Germain, el París de la
“decadencia”.
En cada uno de sus triunfos sangrientos
sobre los abnegados paladines de una sociedad nueva y mejor, esta infame
civilización, basada en la esclavización del trabajo, ahoga los gemidos de sus
víctimas en un clamor salvaje de calumnias, que encuentran eco en todo el orbe.
Los perros de presa del “orden” trasforman de pronto en un infierno el sereno
París obrero de la Comuna. ¿Y qué es lo que demuestra este tremendo cambio a
las mentes burguesas de todos los países? Demuestra sencillamente que la Comuna
se ha amotinado contra la civilización. El pueblo de París, lleno de
entusiasmo, muere por la Comuna en número no igualado por ninguna batalla de la
historia. ¿Qué demuestra esto? Demuestra, sencillamente, que la Comuna no era
el gobierno propio del pueblo, sino la usurpación del poder por un puñado de
criminales. Las mujeres de París dan alegremente sus vidas en las barricadas y
ante los pelotones de ejecución. ¿Qué demuestra esto? Demuestra sencillamente
que el demonio de la Comuna las ha convertido en Megeras[23] y
Hécates[24].
La moderación de la Comuna durante los dos meses de su dominación indisputada
sólo es igualada por el heroísmo de su defensa. ¿Qué demuestra esto? Demuestra,
sencillamente, que durante varios meses la Comuna ocultó cuidadosamente bajo
una careta de moderación y de humanidad la sed de sangre de sus instintos
satánicos, para darle rienda suelta en la hora de su agonía.
En el momento del heroico holocausto de
sí mismo, el París obrero envolvió en llamas edificios y monumentos. Cuando los
esclavizadores del proletariado descuartizan su cuerpo vivo, no deben seguir
abrigando la esperanza de retornar en triunfo a los muros intactos de sus casas.
El gobierno de Versalles grita: “¡Incendiarios!”, y susurra esta consigna a
todos sus agentes, hasta en la aldea más remota, para que acosen a sus enemigos
por todas partes como incendiarios profesionales. La burguesía del mundo
entero, que asiste con complacencia a la matanza en masa después de la lucha,
se estremece de horror ante la profanación del ladrillo y la argamasa.
Cuando los gobiernos dan a sus flotas de
guerra carta blanca para “matar, quemar y destruir”, ¿dan o no carta
blanca a incendiarios? Cuando las tropas británicas pegan fuego alegremente al
capitolio de Washington o al palacio de verano del emperador de China[25]
¿son o no son incendiarias? Cuando los prusianos, no por razones militares,
sino por mero espíritu de venganza, hacen arder con ayuda de petróleo
poblaciones enteras como Châteaudun e innumerables aldeas, ¿son o no son
incendiarios? Cuando Thiers bombardea a París durante seis semanas, bajo el
pretexto de que sólo quiere pegar fuego a las casas en que hay gente, ¿era o no
era incendiario? En la guerra, el fuego es un arma tan legítima como cualquier
otra. Los edificios ocupados por el enemigo se bombardean para pegarles fuego.
Y si sus defensores se ven obligados a evacuarlos, ellos mismos los incendian,
para evitar que los atacantes se apoyen en ellos. El ser pasto de las llamas ha
sido siempre el destino ineludible de los edificios situados en el frente de
combate de todos los ejércitos regulares del mundo. ¡Pero he aquí que en la
guerra de los esclavizados contra los esclavizadores —la única guerra
justificada de la historia— este argumento ya no es válido en absoluto! La
Comuna se sirvió del fuego pura y exclusivamente como de un medio de defensa.
Lo empleó para cortar el avance de las tropas de Versalles por aquellas avenidas
largas y rectas que Haussman había abierto expresamente para el fuego de la
artillería; lo empleó para cubrir la retirada, del mismo modo que los
versalleses, al avanzar, emplearon sus granadas, que destruyeron, por lo menos,
tantos edificios como el fuego de la Comuna. Todavía no se sabe a ciencia
cierta qué edificios fueron incendiados por los defensores y cuáles por los
atacantes. Y los defensores no recurrieron al fuego hasta que las tropas
versallesas no habían comenzado su matanza en masa de prisioneros. Además, la
Comuna había anunciado públicamente, desde hacía mucho tiempo, que, empujada al
extremo, se enterraría entre las ruinas de París y haría de esta capital un
segundo Moscú; cosa que el Gobierno de la Defensa Nacional había prometido también
hacer, claro que sólo como disfraz, para encubrir su traición. Trochu había
preparado el petróleo necesario para esta eventualidad. La Comuna sabía que a
sus enemigos no les importaban las vidas del pueblo de París, pero que en
cambio les importaban mucho los edificios parisinos de su propiedad. Por otra
parte, Thiers había hecho ya saber que sería implacable en su venganza. Apenas
vio de un lado a su ejército en orden de batalla y del otro a los prusianos
cerrando la salida, exclamó: “¡Seré inexorable! ¡El castigo será completo y la
justicia severa!” Si los actos de los obreros de París fueron de vandalismo,
era el vandalismo de la defensa desesperada, no un vandalismo de triunfo, como
aquel de que los cristianos dieron prueba al destruir los tesoros artísticos,
realmente inestimables, de la antigüedad pagana. Pero incluso este vandalismo
ha sido justificado por los historiadores como un accidente inevitable y
relativamente insignificante, en comparación con aquella lucha titánica entre
una sociedad nueva que surgía y otra vieja que se derrumbaba. Y aún menos se
parecía al vandalismo de un Haussman, que arrasó el París histórico, para dejar
sitio al París de los ociosos.
Pero, ¿y la ejecución por la Comuna de
los sesenta y cuatro rehenes, con el arzobispo de París a la cabeza? La
burguesía y su ejército restablecieron en junio de 1848 una costumbre que había
desaparecido desde hacía largo tiempo de las prácticas guerreras: la de fusilar
a sus prisioneros indefensos. Desde entonces, esta costumbre brutal ha encontrado
la adhesión más o menos estricta de todos los aplastadores de conmociones
populares en Europa y en la India, demostrando con ello que constituye un
verdadero “progreso de la civilización”. Por otra parte, los prusianos
restablecieron en Francia la práctica de tomar rehenes; personas inocentes a
quienes se hacía responder con sus vidas de los actos de otros. Cuando Thiers,
como hemos visto, puso en práctica desde el primer momento la humana costumbre
de fusilar a los federales prisioneros, la Comuna, para proteger sus vidas,
viose obligada a recurrir a la práctica prusiana de tomar rehenes. A estos
rehenes los habían hecho ya reos de muerte repetidas veces los incesantes
fusilamientos de prisioneros por las tropas versallesas. ¿Quién podía seguir guardando
sus vidas después de la carnicería con que los pretorianos[26]
de Mac-Mahon celebraron su entrada en París? ¿Había de convertirse también en
una burla la última medida —la toma de rehenes— con que se aspiraba a contener
el salvajismo desenfrenado de los gobiernos burgueses? El verdadero asesino del
arzobispo Darboy es Thiers. La Comuna propuso repetidas veces el canje del
arzobispo y de otro montón de clérigos por un solo prisionero, Blanqui, que
Thiers tenía entonces en sus garras. Y Thiers se negó tenazmente. Sabía que con
Blanqui daba a la Comuna una cabeza y que el arzobispo serviría mejor a sus
fines como cadáver. Thiers seguía aquí las huellas de Cavaignac. ¿Acaso en
junio de 1848 Cavaignac y sus hombres del orden no habían lanzado gritos de horror,
estigmatizando a los insurrectos como asesinos del arzobispo Affre? Y ellos
sabían perfectamente que el arzobispo había sido fusilado por las tropas del
partido del orden[27]. El Sr.
Jacquemet, vicario general del arzobispo que había asistido a la ejecución, se
lo había certificado inmediatamente después de ocurrir ésta.
Todo este coro de calumnias, que el
partido del orden, en sus orgías de sangre, no deja nunca de alzar contra sus
víctimas, sólo demuestra que el burgués de nuestros días se considera el
legítimo heredero del antiguo señor feudal, para quien todas las armas eran
buenas contra los plebeyos, mientras que en manos de éstos toda arma constituía
por sí sola un crimen.
La conspiración de la clase dominante
para aplastar la revolución por medio de una guerra civil montada bajo el
patronato del invasor extranjero —conspiración que hemos ido siguiendo desde el
mismo 4 de septiembre hasta la entrada de los pretorianos de Mac-Mahon por la
puerta de Saint Cloud— culminó en la carnicería de París. Bismarck se deleita
ante las ruinas de París, en las que ha visto tal vez el primer paso de aquella
destrucción general de las grandes ciudades que había sido su sueño dorado
cuando no era más que un simple “rural” en los escaños de la Chambre
introuvable prusiana de 1849[28].
Se deleita ante los cadáveres del proletariado de París. Para él, esto no es
sólo el exterminio de la revolución; es además el aniquilamiento de Francia,
que ahora queda decapitada de veras, y por obra del propio gobierno francés.
Con la superficialidad que caracteriza a todos los estadistas afortunados, no
ve más que el aspecto externo de este formidable acontecimiento histórico.
¿Cuándo había brindado la historia el espectáculo de un conquistador que
coronaba su victoria convirtiéndose, no ya en el gendarme, sino en el sicario
del Gobierno vencido? Entre Prusia y la Comuna de París no había guerra. Por el
contrario, la Comuna había aceptado los preliminares de paz, y Prusia se había
declarado neutral. Prusia no era, por tanto, beligerante. Desempeñó el papel de
un matón; de un matón cobarde, puesto que no arrastraba ningún peligro; y de un
matón a sueldo, porque se había estipulado de antemano que el pago de sus 500
millones teñidos de sangre no sería hecho hasta después de la caída de París.
De este modo, se revelaba, por fin, el verdadero carácter de la guerra, de
aquella guerra ordenada por la providencia como castigo de la impía y
corrompida Francia por la muy moral y piadosa Alemania. Y esta violación sin
precedente del derecho de las naciones, incluso en la interpretación de los
juristas del viejo mundo, en vez de poner en pie a los gobiernos “civilizados”
de Europa para declarar fuera de la ley internacional al felón gobierno
prusiano, simple instrumento del gobierno de San Petersburgo, les incita
únicamente a preguntarse ¡si las pocas víctimas que consiguen escapar por entre
el doble cordón que rodea a París no deberán ser entregadas también al verdugo
de Versalles!.
El hecho sin precedente de que en la
guerra más tremenda de los tiempos modernos, el ejército vencedor y el vencido
confraternicen en la matanza común del proletariado, no representa, como cree
Bismarck, el aplastamiento definitivo de la nueva sociedad que avanza, sino el
desmoronamiento completo de la sociedad burguesa. La empresa más heroica que
aún puede acometer la vieja sociedad es la guerra nacional. Y ahora viene a
demostrarse que esto no es más que una añagaza de los gobiernos destinada a
aplazar la lucha de clases, y de la que se prescinde tan pronto como esta lucha
estalla en forma de guerra civil. La dominación de clase ya no se puede
disfrazar bajo el uniforme nacional; todos los gobiernos nacionales son uno
solo contra el proletariado.
Después del domingo de Pentecostés de
1871, ya no puede haber paz ni tregua posible entre los obreros de Francia y
los que se apropian el producto de su trabajo. El puño de hierro de la
soldadesca mercenaria podrá tener sujetas, durante cierto tiempo, a estas dos
clases, pero la lucha volverá a estallar una y otra vez en proporciones
crecientes. No puede caber duda sobre quién será a la postre el vencedor: si
los pocos que viven del trabajo ajeno o la inmensa mayoría que trabaja. Y la
clase obrera francesa no es más que la vanguardia del proletariado moderno.
Los gobiernos de Europa, mientras
atestiguan así, ante París, el carácter internacional de su dominación de
clase, braman contra la Asociación Internacional de los Trabajadores —la
contraorganización internacional del trabajo frente a la conspiración
cosmopolita del capital—, como la fuente principal de todos estos desastres.
Thiers la denunció como déspota del trabajo que pretende ser su libertador.
Picard ordenó que se cortasen todos los enlaces entre los internacionales
franceses y los del extranjero. El conde de Jaubert, una momia que fue cómplice
de Thiers en 1835, declara que el exterminio de la Internacional es el gran
problema de todos los gobiernos civilizados. Los “rurales” braman contra ella,
y la prensa europea se agrega unánimemente al coro. Un escritor francés[***]
honrado, absolutamente ajeno a nuestra Asociación, se expresa en los siguientes
términos:
“Los miembros del Comité Central de la
Guardia Nacional, así como la mayor parte de los miembros de la Comuna, son las
cabezas más activas, inteligentes y enérgicas de la Asociación Internacional de
los Trabajadores... Hombres absolutamente honrados, sinceros, inteligentes,
abnegados, puros y fanáticos en el buen sentido de la palabra”.
Naturalmente, las cabezas burguesas, con
su contextura policíaca, se representan a la Asociación Internacional de los
Trabajadores como una especie de conspiración secreta con un organismo central
que ordena de vez en cuando explosiones en diferentes países. En realidad,
nuestra Asociación no es más que el lazo internacional que une a los obreros
más avanzados de los diversos países del mundo civilizado. Dondequiera que la
lucha de clases alcance cierta consistencia, sean cuales fueran la forma y las
condiciones en que el hecho se produzca, es lógico que los miembros de nuestra
Asociación aparezcan en la vanguardia. El terreno de donde brota nuestra
Asociación es la propia sociedad moderna. No es posible exterminarla, por
grande que sea la carnicería. Para hacerlo, los gobiernos tendrían que
exterminar el despotismo del capital sobre el trabajo, base de su propia
existencia parasitaria.
El París de los obreros, con su Comuna,
será eternamente ensalzado como heraldo glorioso de una nueva sociedad. Sus
mártires tienen su santuario en el gran corazón de la clase obrera. Y a sus
exterminadores la historia los ha clavado ya en una picota eterna, de la que no
lograrán redimirlos todas las preces de su clerigalla.
30 de mayo de 1871.
[*]
La vil muchedumbre. (N. de la Edit.)
[†]
Por decreto del pueblo. (N. de la Edit.)
[‡]
Leo Frankel. (N. de la Edit.)
[§]
J. Drombrowski y W. Wróblewski. (N. de la Edit.)
[**]
El barón de Haussmann fue, durante el Segundo Imperio, prefecto del
departamento del Sena, es decir, de la ciudad de París. Realizó una serie de
obras para modificar el plano de París, con el fin de facilitar la lucha contra
las insurrecciones de los obreros. (Nota para la traducción rusa de 1905
publicada bajo la redacción de V. Lenin).
[††]
Blanchet. (N. de la Edit.)
[‡‡]
Frontón donde la Asamblea Nacional de 1789 adoptó su célebre decisión. (Nota de
Engels a la edición alemana de 1871).
[§§]
Confidentes. (N. de la Edit.)
[***]
Por lo visto Robinet. (N. de la Edit.)
[1] Investidura, sistema de
nombramiento de cargos, que se distingue por la completa dependencia de quienes
se encuentran en un peldaño inferior de la escala jerárquica respecto de los
superiores.
[2] Los girondinos formaban
en el período de la revolución burguesa francesa de fines del siglo XVIII el
partido de la gran burguesía (debían su nombre al departamento de la Gironda),
que, so pretexto de defensa del derecho de los departamentos a la autonomía y
la federación, se oponía al Gobierno jacobino y a las masas revolucionarias que
lo apoyaban.
[3] “Kladderadatsch”, revista
satírica ilustrada semanal, se publicó en Berlín desde 1848.
[4] “Punch, or the London Charivari”
(“El Títere o la cercenada de Londres”), revista semanal satírica inglesa de
orientación liberal-burguesa, se publica en Londres desde 1841.
[5] Se alude al decreto de la Comuna
de París del 16 de abril de 1871 prorrogando por tres años los pagos de las
deudas y aboliendo el pago de interés por ellas.
[6] Marx se refiere al acuerdo del
22 de agosto de 1848 de la Asamblea Constituyente de rechazar el proyecto de
ley de “acuerdos amistosos”, en el que se preveía el aplazamiento de los pagos
de las deudas. Como consecuencia de ello, una parte considerable de la pequeña
burguesía se arruinó completamente y se vio en manos de los acreedores, es
decir, de la gran burguesía.
[7] Los Frères ignorantins
(“Frailes ignorantes”), nombre despectivo de una orden religiosa surgida en
1680, en Reims, se comprometían a dedicarse a la enseñanza de los niños pobres.
En las escuelas de la orden se daba, principalmente, una educación religiosa,
siendo muy escasa la enseñanza de otras ramas del saber.
[8] La Unión Republicana de los
Departamentos, organización política integrada por elementos de la pequeña
burguesía oriundos de las distintas regiones de Francia y domiciliados en
París, llamaba a la lucha contra el Gobierno de Versalles y la Asamblea
Nacional monárquica y predicaba el apoyo a la Comuna de París en todos los
departamentos.
[9] Marx se refiere a la ley del 27
de abril de 1825 acerca del pago de indemnización a los antiguos emigrados por
las fincas que habían sido confiscadas durante la revolución burguesa francesa.
[10] La Columna de Vendôme fue
levantada en París, en los años de 1806-1810, para conmemorar las victorias de
la Francia napoleónica. Hecha del bronce de los cañones capturados al enemigo,
estaba coronada por una estatua de Napoleón. El 16 de mayo de 1871, por decreto
de la Comuna de París, la columna fue derribada.
[11] En el convento de monjas de
Picpus fueron descubiertos casos de reclusión de monjas en celdas durante
largos años; se hallaron igualmente instrumentos de tortura; en la iglesia de
Saint-Laurent se descubrió un cementerio clandestino, prueba de asesinatos
perpetrados. La Comuna hizo públicos estos hechos en el periódico “Mot d'Ordre”
(“La Consigna”) el 5 de mayo de 1871, así como en el folleto “Les Crimes des
congrégations religieuses” (“Los crímenes de las congregaciones religiosas”).
[12] La principal ocupación de los
prisioneros franceses en Wilhelmshöhe era hacer cigarrillos para consumo
propio.
[13] Los absentistas (de la
palabra absent, ausente), grandes propietarios de tierras que no solían
vivir en sus fincas, empleaban administradores rurales para gobernarlas o las
entregaban en arriendo a especuladores intermediarios, los cuales, a su vez,
las entregaban en subarriendo en condiciones leoninas a pequeños arrendatarios
[14] El 9 de julio de 1789, la
Asamblea Nacional de Francia se proclamó Asamblea Constituyente y llevó a cabo
las primeras transformaciones antiabsolutistas y antifeudales.
[15] Franc-fileurs
(literalmente “libres fugitivos”), mote puesto a los burgueses parisinos que
huían de la ciudad durante el asedio. Le daba un carácter irónico al mote su
analogía a la palabra franc-tireur (libre tirador), nombre de los
guerrilleros franceses, participantes activos en la lucha contra los prusianos.
[16] Coblenza, ciudad de
Alemania. Durante la revolución burguesa de Francia de fines del siglo XVIII
fue centro de la emigración de la nobleza monárquica y de preparación de la
intervención contra la Francia revolucionaria. En Coblenza se hallaba el
Gobierno emigrado encabezado por de Calonne, reaccionario furibundo, ex
ministro de Luis XVI.
[17] Chuanes, denominación que
habían dado los comuneros a un destacamento monárquico del ejército de
Versalles, reclutado en Bretaña, por analogía con los participantes de la
rebelión contrarrevolucionaria en el Noroeste de Francia, en tiempo de la
revolución burguesa francesa de fines del siglo XVIII.
[18] Poco después del 18 de marzo de
1871, estallaron en Lyon y Marsella movimientos revolucionarios cuyo fin era proclamar
la Comuna. Ambos movimientos fueron aplastados cruelmente por el gobierno de
Thiers.
[19] Con arreglo a la ley de
procedimiento de los tribunales de guerra, sometida por Dufaure al examen de la
Asamblea Nacional, los procesos judiciales y las sentencias debían cumplirse en
48 horas.
[20] Se alude al tratado comercial
firmado por Inglaterra y Francia el 23 de enero de 1860, en el que ésta
renunciaba a la política arancelaria prohibitiva y la sustituía con derechos
aduaneros. El tratado tuvo como consecuencia el vertical incremento de la
competencia en el mercado interior de Francia debido al aflujo de mercancías de
Inglaterra, provocando el descontento de los industriales franceses.
[21] Trátase del ambiente de terror y
de represiones sangrientas en la Antigua Roma en las distintas etapas de la
crisis de la República esclavista de Roma en el siglo I a. de n. e. La
dictadura de Sila (años 82-79 a. de n. e.). El primer y segundo
triunviratos de Roma (años 60-53 y 43-36 a. de n. e.) fueron dictaduras de
los caudillos romanos Pompeyo, César y Craso, en el primer caso, y Octavio,
Marco Antonio y Lépido, en el segundo.
[22] “Journal de París” (“Periódico
de París”), diario de orientación monárquico-orleanista, se publicó en París
desde 1867.
[23] Megera: según la
mitología de la Grecia antigua, una de las tres furias, personificación de la
ira y la envidia; en el sentido figurado, mujer gruñona y mala.
[24] Hécate: diosa de la luz
lunar según la mitología de la Grecia antigua; tenía tres cabezas y tres
cuerpos, señora de los demonios y fantasmas terribles del mundo subterráneo de
los muertos, diosa del mal y de los hechiceros.
[25] En agosto de 1814, durante la guerra entre Inglaterra
y los EE.UU., las tropas británicas, al apoderarse de Washington, incendiaron
el Capitolio (el edificio del Congreso), la Casa Blanca y otros edificios
públicos de la capital.
En octubre de 1860, durante la
guerra de Inglaterra y Francia contra China, las tropas anglo-francesas
saquearon e incendiaron el palacio de verano en las proximidades de Pekín,
riquísimo conjunto de monumentos de arquitectura y arte chinos.
[26] En la Antigua Roma, los pretorianos
constituían la guardia personal privilegiada del caudillo o del emperador; los
pretorianos participaban constantemente en las rebeliones y solían poner en el
trono a sus protegidos. La palabra “pretorianos” pasó luego a simbolizar la
arbitrariedad de los militares mercenarios.
[27] El partido del orden,
partido de la gran burguesía conservadora, surgió en 1848 y era una coalición
de dos minorías monárquicas de Francia: los legitimistas y los orleanistas;
desde 1849 hasta el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851 tenía una
situación dirigente en la Asamblea Legislativa de la Segunda República.
[28] Marx llama a la Cámara de los
Diputados prusiana “Chambre introuvable” (“Cámara inefable”) por
analogía con la Cámara francesa. La Asamblea elegida en enero-febrero de 1849
constaba de la privilegiada “Cámara de los Señores” aristócrata y la segunda
Cámara, cuyos componentes eran elegidos en dos turnos únicamente por los
llamados “prusianos independientes”. Bismarck, elegido a la segunda Cámara, era
en ella uno de los líderes del grupo junker de la extrema derecha.
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